La bandeja temblaba entre mis manos. Caminé con pasos pesados por el pasillo que conducía al comedor, como si estuviera cruzando un cementerio. Sabía lo que me iba a encontrar. No necesitaba verlo para saberlo. Lo sentía en la piel.
Empujé la puerta, y ahí estaba.
Alexander.
Sentado con la misma arrogancia de siempre.
Y sobre sus piernas… Jessica.
Mi reflejo maldito.
Ella estaba montada en él, con sus manos rodeándole el cuello, y su boca… su boca devorándolo como si yo nunca hubiera existido. Se separó un momento solo para mirarme. Me miró como si yo fuera basura.
—Vaya, la muñeca rota sigue viva —dijo con esa voz suya, dulce y venenosa al mismo tiempo—. ¿Vienes a servirnos o a llorar como siempre?
No respondí. Puse la bandeja en la mesa y bajé la mirada.
—Espero que hayas dormido bien —soltó, burlándose—. Aunque con tanto grito ayer, imagino que no. ¡Qué ruidosa eres cuando suplicas! Me dejaste sin sueño.
Se rio.
Y Alexander no dijo nada.
Jessica siguió:
—¿Sabes qué me dijo anoche?