POV: Alexander Líbano
Llevaba más de una hora caminando en círculos por el mismo pasillo del hospital, como un animal enjaulado. El eco de mis pasos era lo único que me acompañaba. Nadie se atrevía a hablarme. Nadie se atrevía siquiera a mirarme.
Y mejor así.
Porque si alguien se me cruzaba en el camino con malas noticias… lo mataba.
—Dios… —murmuré por lo bajo, apenas en un susurro—. Que esté bien. Que Aslin esté bien. Que mi hijo esté bien.
No era una súplica. No soy de suplicar.
Era una orden al cielo.
Una advertencia.
Porque si me quitaban eso…
Si me quitaban lo único que era mío en este mundo…
Iba a prender fuego a todo.
Vi al doctor salir por fin. Bata blanca, rostro cansado, manos aún con el temblor de quien acaba de salvar una vida… o perder una.
Me acerqué de inmediato, sin dejarlo avanzar un paso.
—¿Cómo está? —pregunté con la voz tensa, dura, como si ya supiera que la respuesta no iba a gustarme—. ¿Mi mujer? ¿Mi hijo? ¡Dígame cómo están!
El doctor me miró con esos ojos apa