Diana.
Los días posteriores a la luna de miel transcurrieron con rapidez. El castillo de Licantia se alzaba majestuoso con sus murallas de piedra en el extenso y vasto territorio de los hombres lobo. Estaba maravillada ante lo que mis ojos veían, pero a la vez abrumada y con una gran incertidumbre por lo que me esperaba como Luna del reino.
Esa mañana me levanté temprano, preparada para lo que me aguardaba. Al hacerlo, no vi a Andrew a mi lado, lo cual me sorprendió sobremanera. Los momentos de la luna de miel no podían continuar: era necesario que cada quien retomara el curso de sus vidas y cumpliera con lo que se esperaba de nosotros como gobernantes de Licantia.
Avancé hasta llegar al salón principal. Allí estaba Andrew, con su figura imponente y ese rostro indescifrable, mirándome con esos ojos oscuros como la noche.
—Buenos días —lo saludé tratando de sonar animada.
—Buenos días —respondió con voz cargada de tensión, cruzando los brazos sobre el pecho.
—No es conveniente que salg