Anna
Cierro los ojos. Él disfruta en mí con un gemido ronco, y el orgasmo que me arranca me deja un sabor amargo en la garganta. Odio que mi cuerpo responda a su violencia, que mi placer se mezcle con mi odio.
Su último empuje me aplasta contra el escritorio y me hace gritar, ahogada por el placer vergonzoso que me obliga a sentir.
Se retira bruscamente, sin una palabra, como si solo hubiera sido un verdugo de paso. Me quedo allí, jadeante, desnuda, vulnerable, con el rostro vuelto hacia el suelo. Él agarra mi ropa, seca desinteresadamente su sexo con ella y luego me la lanza en plena cara.
— Asqueroso… murmuro, pero él no me escucha. O finge.
Se sube los pantalones, abotonándose la camisa como si nada, y luego se sienta en su sillón de cuero. El ruido de la silla chirriando me hace estremecer.
Me mira, calmadamente. Su mirada me atraviesa, me despoja de nuevo.
— Ahora… dime el favor que querías pedirme, suelta fríamente.
Recojo mi ropa en silencio, avergonzada, buscando un atisbo de