El mayordomo comenzó a dispersar a los invitados, evitando más miradas curiosas.
El jefe de los guardaespaldas se adelantó para ayudar a Diego a levantarse, pero este lo rechazó con violencia. Arrastrándose, se abalanzó sobre el ataúd de cristal. Abrió la tapa con manos temblorosas y acarició mi rostro helado e inerte.
Se quitó la chaqueta y me cubrió, llorando mientras seguía acariciándome las mejillas.
—Valeria, ¿por qué estás tan fría? Mira, te pongo mi chaqueta y así agarras un poquito de calor. Despierta, ¿sí? Te llevaré a casa… ¿Cómo voy a vivir sin ti? ¿Me abandonarás así? —Hacia el final, no podía dejar de temblar.
Un empleado le entregó con indiferencia mi celular:
—Aquí está la despedida de la señorita Solís.
Diego descubrió que el vídeo se había grabado a las diez de la noche de hacía dos noches. La misma hora en que él, mientras desataba el moño del vestido de Ana, me envió un mensaje impersonal: «No volveré en dos días».
Al reproducir la grabación, me vio sentada e