II Arkelia

II

Arkelia

Densa, densa y vasta neblina le impedía avanzar a la velocidad que ella habría deseado. Debía llegar, tenía que llegar, y el simple hecho de no lograrlo le atormentaba con cada paso que daba. En varias ocasiones se detuvo, miró al cielo oscuro lanzando una maldición junto con un largo suspiro. Bajaba la mirada y escudriñaba los secretos que la oscuridad le ocultaba. Continuaba paso tras paso, pero desconocía dónde se encontraba. ¿Como es que la he dejado ir?, pensó una y otra vez, lo hizo tantas veces que cuando menos se dio cuenta ya lo estaba gritando a todo Edorel. Maldito Alkoria, maldito seas, estúpido Guardián. Su cuerpo se desvaneció, uniéndose a los vendavales como una ligera pluma.

El paisaje a su alrededor se disipaba a sus espaldas tan rápido como el que se dibujaba frente a sus ojos. Avanzó a una velocidad sorprendente, pero no logró encontrar huella alguna que le llevara a su objetivo, a lo cual una ira casi incontenible fue acumulándose dentro de ella. La desesperación no tardó en hacer acto de presencia, la cual se unía a su rabia, y ambas parecían burlarse de Arkelia.

Ya se habían extinguido algunas horas desde que se encontró con el Guardián, y cada vez que recordaba sus palabras no podía evitar pensar en que quizá esa maldita bestia posiblemente ya se encontraba en la Torre de Elcros. Y yo aquí, no sé ni siquiera con exactitud dónde me encuentro y aún así estoy buscando a alguien, reflexionó, no sin antes lanzar maldiciones una y otra vez.

—¿Y la mujer? –preguntó Alkoria al darle alcance, volaba detrás de ella y a su vez se reía a carcajadas–. ¿Dónde dejaste a Aresmar?

—Eso es algo que a ti no te importa –respondió sin siquiera molestarse en mirar a la bestia.

—Vamos, dime, imagino que ya te has encargado de ambas, ya que veo que no tienes preocupación alguna –el batir de sus enormes alas golpeaba con fiereza al viento.

—¿No tienes una tierra que cuidar? –preguntó.

—Así es, y tú estás dentro de ella, por lo tanto también debo cuidarla de ti –respondió, dándole alcance. Recogió sus alas y comenzó a caminar a su lado derecho. La diferencia de tamaños entre uno y otra era realmente astronómica. Arkelia no era más que un Espíritu Negro y su estatura era similar a la de un mortal promedio, en cambio la del Guardián de Alkoria era exageradamente alta. Antes de que ella lo notara, la bestia había colocado su gigantesca mano sobre el hombro de la mujer. –¿Y el cuerpo? –continuó alegremente.

—¡Déjame en paz, eso no te interesa! –gritó, y de inmediato se detuvo para tener frente a la criatura. Y aunque no hizo por golpearlo ni mencionó cuanto lo deseaba, sí lo pensó.

—Quizá a mí no me interese, pero conozco a alguien a quien sí –su amenaza preocupó a la mujer, aunque ésta intentó no mostrarlo en su semblante.

—¿A qué te refieres? –cuestionó sosegadamente, aunque el temor se irradiaba desde su interior por todo el cuerpo.

—Sí, esto es justo lo que buscaba, cooperación y respeto por parte de un simple y traidor Espíritu Negro. ¿Ves ahora que no es difícil mostrar un poco de valores?

—Contesta lo que te he preguntado –su respiración se agitó más de lo normal, a lo que su buen acompañante dejó escapar una risa.

—Se te encargó que cuidaras a Aresmar. Y aún a pesar de aquello que viste, la dejaste ir. Lirkania no estará muy alegre con esta noticia.

—No es de importancia ya, no es más que otro Natriols –finalizó y emprendió de nuevo la marcha.

—Dejemos que ella misma califique lo que has hecho. Aresmar se fusionó con su hija y las has dejado ir sin saber exactamente la razón de esta unión –respondió Alkoria desde atrás, pero Arkelia se alejó sin mostrar interés en alguna de sus palabras–. ¿Las dejarás ir sólo así? Podrían tener algún plan. Su fusión ha sido uno de los atrevimientos más grandes después de lo sucedido en la Época de Hierro. Debes admitir que los mortales se han mostrado sosegados por bastante tiempo, ¿pero crees que seguirán así sólo porque tú lo deseas?

Quizá fueron las palabras del Guardián lo que la hizo detenerse al fin, o tal vez le dio tantas vueltas al tema en su cabeza que cayó en una posibilidad no muy alejada de la realidad.

—¿Qué sugieres entonces? –se resignó finalmente y escupió su orgullo a un lado para entablar una conversación placentera con la bestia.

—¿Yo?, ese no es problema mío –respondió, y su carcajada se dejó escuchar por todos lados–. Es mejor que las encuentres, Arkelia. Casualmente voy a la Torre de Elcros. Esperemos que mis palabras no lleven malas noticias a Lirkania, pero no puedo hacer nada más. Sabes cuál es mi deber dentro de las Tierras de Edorel –en esta ocasión parecía importarle menos la respuesta que podría recibir por parte de la mujer. El hecho de que quizá había conseguido lo que buscaba le dejaba satisfecho.

—¿A eso has venido, a traer amenazas? –preguntó, cerrando ambos puños con fuerza y clavando sus ojos en los del Guardián.

—¿Amenazas, dices?, oh, claro que no. Ambos servimos a Ildarios, y como buenos compañeros que somos y por la gran confianza que te tengo he decidido compartir primero contigo las noticias que he de llevar a la Torre.

La mujer no agradeció por su comentario, no sonrió aún a pesar de que sus palabras estuvieron cargadas de burlas. Mantuvo el silencio tanto tiempo que quizá la bestia llegó a pensar que ella se había tragado todas sus amenazas, sus burlas.

Arkelia le dio la espalda, se alejó del Guardián y dejó atrás sus preocupaciones, o al menos las que sus palabras traían. Se dirigió hacia su nuevo sendero, hacia el lugar donde había visto por última vez a Crisdel. Y mientras se alejaba de aquella bestia tan despreciable, las carcajadas de ésta llegaban a sus oídos. Espero que te ahogues, maldito, deseó sin lanzar la vista atrás.

Los vendavales se acercaban hasta ellos, cargados de neblina. A lo lejos podía distinguirse una oscuridad aún más negra que la neblina. El Bosque Oscuro les daba la bienvenida a lo lejos. Los suaves y cálidos vientos golpeaban los árboles, y el crujir de las ramas se distinguió con claridad. El bosque parecía hablar para sí mismo.

—Suerte en tu búsqueda, Arkelia, espero que Aresmar no haya abandonado las Tierras de Edorel –gritó el Guardián a lo lejos, y después cantó una canción, su voz resonaba y se perdía en la distancia y le llegaba como un eco:

      Krasgos son mis dominios

      Elcros mi morada eterna

      Condeno a cien mortales a morir

      Ildarios es mi nombre

Los vientos se llevaron las palabras y la oscuridad consumió a Alkoria, quien ya había entrado al Bosque Oscuro, y Arkelia maldijo una y otra vez por haberle encontrado. Y aunque cruzó por su mente alcanzarlo, quizá para darle una buena patada en su gigantesco culo, sabía que eso no serviría de nada. Recordó, pero luego volvió a su realidad.

*    *    *

Unos dedos delgados y largos se entrelazaban a su alrededor, los cortaba con su cuerpo mientras se movía junto al viento. Ya había convencido a los caballeros de la ciudad de que buscaran a Aresmar, sin dejar al descubierto su verdadera identidad. Y conforme avanzaba, su vista perforaba la oscuridad en busca de cualquier aldea cercana. Se vio en la necesidad de caminar en lugar de continuar avanzado como una sombra amorfa, con el fin de que aquellos mortales que le ayudarían no la vieran y descubrieran lo que era en realidad.

Pediría ayuda de todos los mortales que encontrara. ¿Y si Alkoria tenía razón? Puede ser que busquen la Puerta Oculta, pensó, y casi al instante maldijo una vez más. Había perdido tanto tiempo de un lugar a otro y quizá llevando a cabo su búsqueda en círculos que no recordó las palabras exactas del Guardián.

Ya habían pasado bastantes horas desde que su desagradable encuentro se llevó a cabo. Intentó no pensar mucho en ello, sólo en lo debidamente necesario. Tomó una gran bocanada de aire, sus armaduras pesaron más que nunca. Se alejó de la cueva imaginando que aquel estúpido mortal podría servir de algo. Un par de ojos más podrían ser la diferencia.

Debo encontrarlas, debo encontrarlas, se decía una y otra vez, y cada paso que daba era más largo que el anterior, sin importar el dolor ni el cansancio. Si las palabras de Alkoria llegaban hasta la Torre de Elcros sin que Arkelia mostrara interés alguno en encontrar a Aresmar, Lirkania podría desterrarla. Aunque un destierro de la Torre sería lo mejor que podría recibir de su parte, pensó al recordar la poca paciencia que caracterizaba al Decimotercer Guardián.

En su camino dejó atrás un enorme río de un brillo azulado. Distinguió al fondo una gigantesca montaña, y conforme se acercó a ella logró diferenciar la silueta tallada sobre toda la extensa roca que se alzaba como intentando combatir contra los cielos. La neblina junto con el brillo azul creaban sombras sobre aquel gigante inerte parado sobre la montaña el cual parecía tener vida, la vida que le otorgaban el centenar de sombras que danzaban sobre él. Contempló asombrada un espectáculo que jamás pensó que existiría. Y por efímeros momentos su realidad se desvaneció para darle la bienvenida a una tranquilidad hermosa.

Y aunque no le agradó la idea de abandonar ese lugar, debió irse, y mientras se alejaba de tan sutil espectáculo quedó cubierta de nuevo por esa oscuridad a la cual ya estaba acostumbrada. Más adelante logró escuchar los ladridos de una manada de perros, aunque no les prestó atención al recordar que aquellos hombres que habían salido junto con ella de la Ciudad de Edorel para ayudarle a buscar a Crisdel llevaban consigo algunos sabuesos. Aunque hubiese deseado que usaran uno de los tres pequeños globos que estaban sujetos a un lado de la plaza principal, pero ningún miembro del Consejo de la Ciudad pensó en esa opción y con lo único que la apoyaron fue con poco más de veinte caballeros y apenas una docena de perros, dos de ellos ya demasiado viejos, y quizá eran éstos los que afectaban el paso constante a los más cachorros.

Conforme el tiempo pasó, los ladridos se acercaron a ella a una velocidad sorprendente. Y cuando menos se dio cuenta, ya había sido rodeada por los caballeros y sus canes. Estaba siendo absorbida por tantos pensamientos que ignoró lo que el mundo real ofrecía.

—¿Aún no han encontrado nada? –se adelanto Arkelia a ellos una vez que los hombres la vieron de nueva cuenta.

—Creímos que estaría aquí, los perros han ladrado con mayor fuerza y nos han traído a este lugar –respondió uno de ellos. Sus armaduras no eran muy buenas, la mayoría de ellos portaba yelmos, quijotes o brazales oxidados. Muy distintas a las armaduras que protegían a la mujer, y las cuales le metieron en un gran lío cuando acudió a la Ciudad de Edorel por ayuda.

—Las he fabricado yo misma con ayuda de mi padre –respondió cuando uno de los integrantes del Consejo de la Ciudad cuestionó el lugar de procedencia de tan bello metal.

—Me gustaría conocer a tu padre, jovencita, si él está de acuerdo podríamos pagarle bien para que vistiera a nuestros caballeros. Como puedes ver, sus armaduras son viejas –argumentó uno de ellos mostrando una sonrisa de oreja a oreja.

—Le comentaré una vez que lo vea, estará muy orgulloso al escuchar mis palabras. Siempre ha tenido mucho respeto hacia el Consejo de la Ciudad –respondió con un gesto amable en esa ocasión, recordó. Aunque en realidad no había ningún padre, todo se unía a la maraña de mentiras que astutamente había creado para conseguir ayuda.

El pasto acariciaba el metal frío. Arkelia miró desilusionada una vez que las palabras de los caballeros llegaron a sus oídos. Aresmar era un Espíritu Negro al igual que ella, así que el hecho de que los perros hubiesen llegado hasta ahí no había sido un error. Arkelia usó un pedazo de aquella manta que cubría parte de sus muslos como cebo para que los perros siguieran el rastro de Crisdel, obviamente en aquel momento no pensó que se encontraría con ellos más adelante.

—Quizá lo más probable es que quiera abandonar las Tierras de Edorel, podría estar de camino a la Puerta Oculta –opinó, intentando dar inicio con esta posible opción.

—¿Todo esto por una armadura? ¿De qué valor es? –preguntó uno de los caballeros que sujetaba con delgadas cadenas a dos sabuesos.

—Demasiado costosa, de lo contrario en ningún momento habría solicitado su ayuda. ¿Dónde queda la Puerta Oculta? –preguntó.

—No traemos un mapa, pero con respecto a la ubicación de la Montaña del Gigante, debe estar en aquella dirección –respondió y apuntó hacia su lado izquierdo–. Aunque pensar en ir hacia allá sería algo descabellado, en serio una locura –se quejó al final.

Arkelia ignoraba por completo qué dirección era aquella, podía ser el sur o el este, y así como lo ignoraba también le importaba un pedazo de mierda. Lo que sí le importaba era encontrar a Aresmar y su hija.

Claro que la posibles opciones de dónde podría encontrarse Aresmar iban en aumento, al igual aquellas que le impedían encontrarla. Miró hacia donde le había indicado aquel único caballero del grupo que portaba un escudo.

—¿Y el camino? –preguntó al fin.

—El Río de las Luciérnagas baja hasta encontrarse con el sendero. Por algunos kilómetros éstos avanzan juntos, y más adelante se separan. El camino es el que continúa derecho hacia el Puente Escondido de Ildor, con algunos senderos de menor anchura que van a otras aldeas, pero el que lleva hasta el puente es ancho y en realidad es difícil separarse de él.

—Ya veo, espero contar con su apoyo entonces.

—Pero ir hasta allá es muy peligroso. El camino es extenso, y no hemos salido preparados con alimentos para poder soportarlo.

—No se preocupen por la comida, iré por un carromato cargado de comida y cerveza a casa de mi padre, más adelante tendré carne sazonada y bebidas para todos aquellos que quieran ayudarme en la búsqueda de esa ladrona. Como ya les he comentado, el costo de la armadura es alto, quizá mi padre decida regalarles un buen escudo o un yelmo, sólo a aquellos que realmente quieran ayudarle. Y créanme que no olvidaré el rostro de todo hombre que quiera servirme –sus palabras no fueron muy astutas según su opinión personal, pero en ese momento no importaba qué tan magníficas podían sonar para ella, sino más bien para los caballeros.

—Cuente conmigo entonces –mencionó uno de ellos de inmediato, y al cabo de pocos segundos el coro de otros más se unió al del primero, a lo que Arkelia agradeció con una sonrisa en sus labios, la cual mostraba más agradecimiento que lo que realmente ocultaba.

—Me adelantaré, pueden llenar sus cantimploras y dar de beber agua a sus perros. Pienso que podrían dividirse en grupos, unos pueden ir por el sendero y otros avanzar a un costado. Yo caminaré por la orilla del río, cerca está la casa de mi padre, y nos reagruparemos donde el sendero se separa del río. Tendré la comida lista para entonces –dijo con el fin de motivarlos y esperando no ver rostros desilusionados; al final se alejó de ellos y buscó de nueva cuenta el río que unos momentos atrás había dejado a sus espaldas.

Oculto entre la niebla, el río le esperaba más adelante. Su brillo quebró la oscuridad y el sonido de la corriente le atrajo. Llegó hasta él, y antes de seguir se lavó las manos y refrescó su rostro. Aquellas aguas parecían tener una atracción hipnotizante ante los ojos de cualquiera. El viento sopló con fuerza, y aquellos árboles que crecían al borde del río se agitaron con brusquedad.

En varias ocasiones llegó a ver algunas balsas fuera del agua. Pensó en subir a una de ellas pero prefirió caminar. Su mente estaba repleta de preocupaciones, y cuidar sus pasos le ayudaba a despejar tales angustias. Luego de un rato pudo distinguir nuevamente el ladrido de los perros y las voces que cantaban en coro. Ya deben ir por el sendero, imaginó de inmediato.

Conforme avanzaba, bajaba la mirada al suelo. No había huellas recientes. De cuando en cuando brincaba al otro lado y observaba de igual manera, pero en ninguna orilla había señal alguna de que alguien hubiese caminado por esa zona. Y debido a esto no abandonaba la idea de que su búsqueda en ese lugar era en vano. Una respuesta, sólo una respuesta necesito para saber a dónde han ido. ¿Por qué razón es que se han fusionado? Las apacibles aguas del río le escuchaban rugir una y otra vez. La tranquilidad se veía interrumpida con cada uno de sus pasos.

Sus largos flequillos descansaban sobre su peto, el golpeteo de sus armaduras creaba una musiquita un tanto fastidiosa. Más adelante volvió a sumergir sus manos y su rostro en el agua, acabándose el brillo de ésta una vez que alzaba sus brazos empapados. Y así continuó, no supo decir por cuánto tiempo, pero todo era igual a lo que había a sus espaldas. Haré que pagues por esto, Alkoria, no sé cómo, pero pagarás.

Pasaron algunas horas, y en su camino logró distinguir de nuevo el ladrido de los perros a lo lejos. No pensó siquiera en ir hasta el sendero y preguntar qué tal iban en su búsqueda. El simple hecho de escucharlos le dejaba bien en claro que todo continuaba igual. Adelante, no muy lejos de donde se encontraba, se alcanzaba a ver una presa, y antes de los troncos que detenían el agua se encontraba un pescador sobre su balsa.

En esa parte el río era muy ancho, y el nivel del agua se encontraba muy por arriba. El mortal parecía estar dormido, arrullado por el suave resplandor azul sobre su cuerpo, y entre sus piernas y manos sostenía un enorme palo con un sedal en una orilla, el cual se movía de un lado a otro a toda velocidad. Podía distinguirse con claridad ya que tenía un corcho como flotador.

El Espíritu Negro levantó una pequeña piedra y la lanzó hacia el sujeto. Ésta le golpeó la nariz, a lo cual el mortal se levantó tan deprisa y asustado que estuvo a punto de caer al agua.

—¿Quién anda ahí? –preguntó al instante.

—Qué tal, noble y trabajador mortal –saludó con cortesía–. ¿De casualidad no has visto pasar a una mujer de apariencia similar a la mía? –sonrió al finalizar, a pesar de que quizá su gesto no era visto debido a la distancia que les separaba.

—Eres la única mujer extraña que he visto por estos lugares. ¿Quién la busca? –respondió con voz ronca y altanera.

—El Consejo de la Ciudad de Edorel ha ordenado su captura. Es una ladrona y se le ha condenado por crímenes de robo y asesinato –juntó ambas manos y las llevó hacia su boca a manera de bocina para crear un mejor sonido.

—Has dicho que se parece a ti, ¿cómo sé si no eres tú a quien buscan? – le dedicó unos segundos para mirarle, sólo hasta que se dio cuenta de que había pescado algo. Recogió el sedal con prisa, y al intentar levantar aún más la caña, ésta produjo un sonido. El pez era grande, y antes de intentar sacarlo del agua prefirió remar hasta la orilla sin soltar la caña.

—Eso sería absurdo, ¿por qué razón te preguntaría y advertiría de mí? –preguntó irónica.

—Los ladrones son astutos, por esa razón es que son ladrones –opinó el mortal remando hasta el borde, no lo hizo con demasiada prisa, sólo se acerco a ella conforme el tiempo y la conversación lo permitían.

—Tus palabras van acompañadas de la razón, aunque debo decir que te has equivocado en tu teoría –no apartó la vista de aquel hombre, el bote se acercaba a la orilla y mientras tanto él recogía el sedal en torno al carrete.

—Y bien, ¿entonces quién eres tú? –continuó el hombre una vez que el bote llegó hasta la orilla, se levantó y puso el primer pie sobre la tierra húmeda. Éste se hundió un poco, llenándose de lodo.

—Responde a mi pregunta, quizá si tus palabras dicen lo que quiero escuchar serás digno de saber mi nombre –la mujer escudriñó los ojos de aquel mortal, no sólo sus ojos y no sólo su cuerpo ni su cabello o las ropas que llevaba puestas, sino que miró su rostro, y su vista se clavó en él como una lanza que perfora la carne. Y antes de escuchar su posible contestación, sonrió tímidamente.

—No he visto a nadie con tales descripciones, a excepción de ti, claro está –respondió, y una línea de sangre escurrió por debajo de su mentón y la mejilla izquierda. De inmediato sacó un trozo de tela grisácea y se limpió con suavidad. Al terminar, sujetó la caña con fuerza y jaló al pez para sacarlo del agua.

—Ya veo –suspiró.

El hombre dio un par de pasos a la orilla y se situó justo por donde la presa se alzaba y retenía las aguas que en ese momento estaban demasiado tranquilas, apenas lograba pasar un hilo azulado hacia el otro lado.

—¿Te ha servido mi respuesta? –se acercó de nuevo al bote y con una soga lo amarró a una estaca. Pero Arkelia no respondió y miró hacia el fondo del río, ahí donde debería haber agua y no había más que rocas llenas de limo que se superponían unas con otras.

—¿Por qué el alambre? –preguntó la mujer sin apartar la vista del lugar, no había nada ahí, aunque quizá el tema de Aresmar inconscientemente le taladraba la cabeza.

—Aún no me dices tu nombre, jovencita –respondió, dándole la espalda y encaminándose a su choza, la cual no se encontraba muy lejos de la orilla del río–. ¿A qué has venido? –preguntó sin molestarse en alargar la distancia entre ellos.

A pesar del espacio que les separaba, Arkelia distinguió el sonido de la puerta al abrirse. No separó la vista de aquel fondo bañado de una tenue oscuridad. Los troncos de leña (apilados astutamente unos sobre otros), dividían las luces de la noche, y esto le recordó a la Contención de la Oscuridad, aunque obviamente en un tamaño ridículamente pequeño.

A su alrededor se alzaban árboles tanto en una orilla como en la otra, su tamaño era tal que alcanzaban a tocarse aquellos que se encontraban del otro lado con los que estaban a unos cuantos metros de la mujer, creando un arco de hojas y ramas sobre ella.

—¿Cuál es tu nombre? –de pronto el hombre se encontró muy cerca de ella, que había ignorado los sonidos a su alrededor, el pescador estaba ya a sus espaldas con un enorme mazo sostenido en sus manos. La tranquilidad del lugar le absorbió las preocupaciones.

Miró la pesada arma, y luego volvió a mirar ese rostro casi podrido que se pegaba a su cabeza.

–¿Realmente piensas matarme? Si lo haces vendrán a buscarte –comentó, y en su rostro no se distinguió el más mínimo gesto de preocupación.

—Nadie tendría que enterarse de que tu cuerpo está aquí. Podría arrojarte al fondo y amarrar unas rocas para que tu cuerpo no flote una vez que se esté pudriendo allá abajo –respondió de mala gana, clavando aún más sus ojos en los de ella–. Podrías servir como alimento para mis peces –finalizó luego de una pausa, acompañando su amenaza con una sonrisa. La piel se despegó un poco de su cabeza, y algunas gotas de sangre brotaron casi de inmediato.

—Arkelia, ese es mi nombre –dijo finalmente. Y no lo hizo por miedo, de hecho no tenía miedo en absoluto, aunque sí un poco de curiosidad.

—¿A qué has venido? –continuó sin bajar el mazo ni la vista.

—Ya te lo he dicho –en esta ocasión respondió de mala gana, apartó la vista del río y colapsaron los últimos pilares de tolerancia que podían estar obligándola a mantener una conversación un tanto tranquila.

—Así es, ya lo has hecho, pero no creo tus palabras –comentó con un tono cargado de ira–. Es mejor que me respondas con la verdad, o acabaré con tu vida de un golpe.

—Hazlo, pero antes me aseguraré de gritar tan alto que los caballeros, que seguramente ya has oído con anterioridad, escuchen mis gritos. Vendrán en mi ayuda, me buscarán, y será mejor que escondas bien mi cuerpo antes de que lleguen. Y cuando lo hagas aún así querrán saber el por qué de los gritos –no sonrió, no era necesario, y su semblante continuó igual.

Finalmente el pescador bajó el arma, y antes de que ésta tocara el suelo la levantó una vez más, colocando el pomo frente a ella.

—Entonces acaba tú con lo que viniste a buscar.

—No he venido a asesinarte –respondió extrañada, con un brillo en sus ojos que podría significar cualquier cosa.

—¿Qué es lo que buscas entonces?

—Por el momento nada, ya has respondido a mi pregunta.

—Te pediré que te vayas de mis tierras si aquí no tienes más asuntos –dio un par de pasos atrás y dejó caer el mazo sobre el suelo. Se encamino hacia el pescado que había sacado del agua unos minutos atrás.

—Responde a mi pregunta, ¿por qué el alambre? –continuó, obstinada.

—Sostiene mi cara, esta cicatrizando –declaró, y con un poco de dificultad levantó el enorme pescado. El extraño continuó con todo aquello como si nunca hubiese pasado todo lo anterior, como si no le importase la existencia de aquella supuesta mujer a la cual los caballeros de la ciudad buscaban por el delito de asesinato y robo. Parecía no importarle nada de eso, y si había un poco de angustia por ello, lo fingía y sabía llevar muy bien.

—¿Por qué razón? –continuó aún más interesada por conocer esta nueva respuesta que la anterior.

—Si contesto, ¿prometes largarte de aquí? –dejó caer el pescado al suelo y clavó su mirada en el rostro de Arkelia.

—Puede ser –asintió un poco con la cabeza y se encogió de hombros.

—Fue hace unos días, quizá más de quince, no recuerdo bien. Unos sujetos llegaron por la orilla del río y se llevaron a mi hija junto con mi esposa. En mi intento por detenerlos amenazaron con matarme, al parecer no fue preciso acabar con mi vida en ese momento o al menos con lo que quedaría de ella una vez que los sujetos se largaron con ellas. Me ataron pies y manos con alambre, y lentamente fueron cortando y despegando mi rostro –realizó una pausa, quizá el llanto brotaría de sus ojos, pero luego de unos segundos todo continuó igual. Se inclinó y recogió el pescado–. Una vez que terminaron me dijeron que aquel dolor que había sentido era sólo un poco de lo que sentirían ellas –a pasos lentos dio la espalda a la mujer, y allá junto a la choza dejó caer de nuevo el pescado sobre un enorme trozo de madera.

—¿Quién lo hizo? –preguntó, acortando la distancia entre ambos.

—No tengo idea. Ladrones, asesinos, ¿qué más da? –sacó un pequeño machete y comenzó a destazar su alimento, primero separó la cabeza del cuerpo, y después las aletas.

—¿No lo has contado al Consejo de la Ciudad? –continuó ella, adentrándose a aguas más profundas.

—No tiene caso, ellos tienen sus propios problemas. Dentro de la ciudad como en algunas otras aldeas ha habido rebeliones por parte de sus habitantes. Un par de desapariciones o asesinatos más no mueven el interés, al menos no el de las personas a quienes a mí me interesa para así poder recibir ayuda –sus palabras hacían ver a la mujer que aquel sujeto se había resignado a la realidad desde mucho tiempo atrás, quizá desde el momento en el que no pudo desatar los alambres que ataban sus pies y manos, o quizá desde que sintió la hoja de la navaja cortando su rostro con una dolorosa delicadeza.

Le dio la oportunidad en esta ocasión al silencio, que recobrara sus fuerzas y se levantara para dominar el momento. Y es que en aquel rostro no llegó a percibir ninguna lágrima que brotara de sus ojos; la tristeza que alguna vez sintió ya se había disipado, se había perdido. Nadie debería ser capaz de no sentir nada después de haber perdido hace pocos días a su única familia, pensó Arkelia. Pero él sí. El desdichado mortal continuó ocupado en destripar al enorme pescado, quizá esperando a que la mujer se largara del lugar.

—Los caballeros de la ciudad están ayudándome, podría contarles lo que aquí ha pasado y lo mismo que desconocen. Estoy dispuesta a ayudarte en buscar a esos sujetos que alejaron la alegría de tu vida, pero de igual manera debes ayudarme con mis intereses. Será más fácil para ambos –le propuso, mirando sus ágiles movimiento al arrancar las escamas del pescado. No supo por qué había tomado aquella decisión, pero de alguna manera le hizo sentir bien.

—¿Ayudarme, dices? Lo más seguro es que ya estén muertas, y aquellos que se las llevaron deben de estar muy lejos de aquí –respondió el hombre, arrojando al suelo las vísceras.

—Podría ser, pero no por eso deben quedar sus actos impunes.

—¿Y de que me serviría eso? –preguntó cargado de rabia, clavó el machete sobre la madera y el impacto ocasionó que algunas astillas salieran disparadas en todas direcciones–. ¿Crees acaso que el encarcelamiento, la tortura o la muerte de estos bastardos me devolverán a mi familia? Agradezco tu interés, pero éste no es el mismo que espera en mi camino.

—¿Y entonces cuál es?

—¡Olvidar lo que pasó, vivir y olvidar, morir y aún después de la muerte olvidar lo que aquí sucedió! –sus gritos quizá despertaron a las bestias de tierras vecinas.

—No lo olvidarás nunca, ni siquiera si dedicas toda tu vida y empeño en ello. Intentar olvidarlo te obligará a recordarlo, estarás condenado a atormentarte con algo que tú mismo decidiste. La venganza no te regresará a tu familia, pero te hará vivir mejor el hecho de saber que aquellos mortales que destrozaron tu vida han recibido su castigo –y aunque intentó motivarlo, sus comentarios no parecieron despertar ese coraje que ella pensó que aún seguiría dentro de él, dormido o quizá moribundo.

Prefirio largarse de ese sitio.

Oteó a su alrededor, ignorando las palabras del mortal y las mismas que ella se permitió decirle. Le dio la espalda al sujeto y se alejó del lugar, la neblina grisácea volaba en los cielos como largas sombras huesudas. La maleza crecía alrededor de la choza y debajo de los árboles. Se acercó hasta el borde del río y esperó continuar su marcha sin más demoras.

Se permitió mirar atrás una vez más al lúgubre lugar. Pensó en regresar pero creyó que desistir había sido lo mejor. Aquel mortal podía pensar, sentía dolor, y seguramente las lágrimas eran tan frescas como el pescado que acababa de cazar, pero ya había tomado su decisión, y no le importaba hacerle entender que lo que había decidido estaba evidentemente mal.

Los matorrales se movieron con brusquedad al ser golpeados por el aire caliente. Ese fue uno de los pocos sonidos que llegaron hasta ella, acompañados por los que creaba el agua que lograba pasar por la madera y golpear las rocas al otro lado.

A su espalda se despedía el bello pero oscuro sitio, y al frente uno nuevo le daba la bienvenida. El río se encontraba vacío a excepción de un hilo azulado que recorría el fondo, el cual se perdía en las rocas, y más adelante volvía a ser visible creando pequeños charcos.

A lo lejos podía percibirse cómo el camino parecía ser tragado por la tierra misma. Arkelia llegó hasta ahí, y el sendero bajaba serpenteante. Continuó por la delgada vereda que quizá los animales habían hecho con el paso constante sobre el suelo cargado de maleza. Una vez abajo, el camino corría de manera horizontal de nueva cuenta, aunque la maleza era aún más grande y, a su paso, ortigas y cardos se pegaron a su piel donde la armadura no le cubría. Los árboles en esa parte eran aún más grandes, sus troncos eran gruesos y sus hojas perennes. Todo a su alrededor se volvió aún más oscuro, las sombras parecían huir de sombras más negras.

¡Espera! –el silencio fue perturbado, llegando hasta ella un grito casi imperceptible. Se detuvo y miró atrás, pero las sombras ocultaban enigmas a sus ojos.

El mortal perforó la neblina encaminándose hasta donde Arkelia esperaba su llegada. Llevaba consigo el enorme mazo con el que antes le había amenazado. Caminando con el arma al hombro, no despegó sus ojos de los de ella a pesar de la impenetrable neblina que parecía impedir su reencuentro.

Mientras el ambiente decadente se derrumbaba ante ellos, los ojos lúgubres y cansados del mortal mostraban un brillo casi extinto de venganza, pero ahí estaba el motivo que podría necesitar Arkelia no sólo para su beneficio.

—¿Qué te ha orillado a venir? –preguntó al ver cómo se acercaba.

—No he venido por la venganza, sólo quiero alejarme de aquel sitio abarrotado de dolor. Imagino que si me quedo en mi hogar voy a cavar mi propia tumba con mi indiferencia y moriré asfixiado por mi cobardía –respiró con premura, su rostro se perló de sudor y los surcos que separaban la piel de la piel se inundaron de sangre.

Arkelia le miró por unos segundos más, sin embargo le dio la espalda de inmediato. Traía consigo unos morrales de lana cargados de comida, podía llegar hasta ella el olor del pescado y la sangre.

El delgado sendero al frente se perdía más adelante, la maleza fue disminuyendo en tamaño, a tal punto que se convirtió en una alfombra verdosa. Los árboles desaparecieron y de nueva cuenta llegaron hasta ella los sonidos del agua al golpear las rocas. Un cerúleo resplandor acrecentó a su izquierda.

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