La madre de Daniel, al verlo tan triste y de muy mal humor, decidió hablar con él. Tocó a la puerta del estudio donde se había quedado el día anterior y a esta hora de la tarde no había comido nada y no deseaba hablar con nadie.
—Hijo, por favor, quiero hablar contigo.
—Madre, no deseo hablar con nadie, por favor —respondió él. Pero su madre, sin prestar atención, ingresó a la oficina. Era lamentable el estado de su hijo: estaba sin bañarse, con una barba desarreglada y había muchas botellas de licor sobre el escritorio y en la alfombra; además estaba fumando más de lo normal.
—¿Pero ¿qué es este desastre?
—Mamá, no entiendo por qué Victoria no quiere estar conmigo; creo que le gusta el imbécil de Andrés.
—No hables así de tu hermano; él no tiene la culpa de que muchas mujeres se enamoren de él.
—¿Y de mí? ¿Quién se enamora? ¡¡Nadie!! ¡¡No hay una mujer a la que yo le guste!! Eso me llena de rabia y hace que quiera acabar con el mundo entero.
—No digas eso. ¿Y qué ha pasad