La Esposa Secreta del CEO
La Esposa Secreta del CEO
Por: Aurora Love
CAPÍTULO 1: LAS APARIENCIAS ENGAÑAN

CAPÍTULO 1: LAS APARIENCIAS ENGAÑAN

El cielo ligeramente nublado combina perfectamente con la escena que me rodea. Un hombre cabizbajo, con la mirada más triste que he visto en mi vida. Va caminando delante de mí como si yo no estuviese detrás. A mi lado, sus dos hijos gemelos Lucas e Isaac, caminan sonrientes, ajenos al lugar que vamos en realidad.

—¡Vamos, Hannah! ¡Date prisa! —dice de pronto. La profundidad grave de su voz me pone en alerta, pero en realidad es algo que me sucede cada vez que él habla.

A pesar del dolor en mis piernas y que los tacones negros me están causando ampollas en los dedos y el talón, apresuro el paso sin chistar.

Isaac y Lucas me jalonean de las manos, pero su gesto no es más que un simple juego.

—¡Vamos mami! —me dice Isaac.

Hace tres años que vivo con ellos, desde los dos años los he cuidado como si fuesen mis hijos, aunque no lo son en realidad.

Maxwell, su padre y el hombre que va delante de mí, se gira al escuchar que el pequeño me dice mami. Arruga el gesto con fastidio, pero al final acaba por voltearse y no decirle nada.

Hubo un tiempo en el que constantemente les remarcaba que yo no soy su madre, que más bien soy como una especie de niñera, sin embargo, para los chiquitos fue muy fácil conectar conmigo. Se rindió cuando ya no podía evitarlo.

—Mami, ¿a dónde vamos? Este lugar no me gusta —habla Lucas.

—Ya te dije que iríamos a visitar a alguien muy especial, por favor no digas eso frente a tu padre —susurro.

Lucas asiente y continúa su camino sin volver a preguntar.

Un par de minutos después, terminamos el recorrido y nos detenemos frente a una de las lápidas del cementerio. No es la primera vez que venimos, pero creo que esta es la primera vez que los niños son más conscientes de dónde nos encontramos.

Maxwell se detiene y finalmente me mira. Puedo ver en sus ojos que el dolor todavía está presente. Han pasado poco más de tres años, pero él sigue aferrado a la esposa que perdió en aquel accidente. Sus ojos ya están enrojecidos y ni siquiera se ha sentado frente a la tumba.

—¿Podrías darme algo de privacidad? Trae a los gemelos aquí.

—Por supuesto —contesto con diligencia. Llevo a los niños con su padre, quien de inmediato se agacha y toma a cada uno entre sus brazos.

Me alejo, pero el silencio y la paz del lugar, aunado al hecho de que no hay viento, me permite escuchar sus palabras.

—Niños, aquí se encuentra su madre, su verdadera madre.

—¿Qué quieres decir, papá? —cuestiona Lucas.

—La mujer que los trajo al mundo, la que los llevó en su vientre. A eso me refiero.

—¿Y por qué está ahí? —pregunta Isaac con curiosidad.

—Porque… su madre falleció hace tres años. —Maxwell suspira. Apenas y es capaz de hablar con la voz quebrada.

Sin poder evitarlo comienza a sollozar. Los pequeños lo abrazan y le susurran algo al oído señalando en mi dirección. Maxwell se levanta y voltea hacia mí.

Mi corazón se acelera como si fuese la primera vez que lo veo. Este hombre pone a temblar mis piernas como si fueran de gelatina y no soy capaz de evitarlo. Se detiene frente a mí con los niños a sus costados.

—Dame las flores —dice con frialdad.

Ni siquiera recordaba que las traía en la mano. Se las entrego sin decir nada. Él deja a los niños conmigo y regresa a la tumba.

—Vamos, niños, esperaremos a su padre en el auto.

El camino de regreso es más incómodo si es que eso es posible. Los tacones se me hunden en la tierra húmeda a causa de las lluvias. Consigo llegar hasta el asfalto, donde una camioneta último modelo nos espera.

Desde la distancia veo a Maxwell arrodillado sobre la tumba, se demora allí un buen rato. Verlo así me rompe el corazón, y es uno de los motivos por los que sigo aquí a pesar de todo.

Lucas e Isaac acaban por aburrirse de correr alrededor del auto, así que los dejo entrar y les entrego las galletas que había traído; ya me esperaba que algo así pasase.

—Papá dijo que ahí estaba mamá, pero tú eres mi mamá —dice Isaac de pronto con esa voz angelical que me llena de ternura.

Le sonrío, pero no digo nada más. No seré yo quien tenga que explicarles la verdad a estos niños. Tengo tres años esperando ese momento que parece no llegar nunca.

Sin que me dé cuenta, Maxwell regresa. Pone una mano sobre mi cintura, lo que provoca un sobresalto en mí.

—Ya es hora de volver —murmura.

—Oh, bien.

Subo al auto después de haber asegurado a los niños en sus asientos respectivos. Ya es casi de noche, podemos ver el atardecer brillando en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos anaranjados cálidos por encima de las nubes que ya se han despejado. Al parecer la lluvia se disipó.

Al poco tiempo de haber iniciado el viaje, los gemelos se quedan dormidos en la parte de atrás. Aun así, Maxwell y yo no cruzamos palabras hasta llegar a la gran mansión que ha sido mi hogar estos últimos años.

Él estaciona el auto en la entrada, cosa que es poco usual, debería haberlo dejado en el estacionamiento personal de la mansión.

—Bájate —ordena—, llama a Francis y que te ayude a sacar a los gemelos del auto.

—¿Y tú? ¿Por qué no te bajas del auto?

—Porque me iré de nuevo —contesta con frialdad.

—¿Es en serio? ¿Volverás a hacerme esto otra vez? Parece que incluso tú mismo has olvidado que soy tu esposa, Maxwell.

Él gira su cabeza hacia mí, pero la forma en la que me mira no desprende amor, comprensión ni nada de lo que se supone debería ser.

—Necesito estar solo, ¿es demasiado pedir, esposa?

—Puedo ayudarte, no necesitas alejarte de nosotros, si tan solo…

—¡No me discutas Hannah! —exclama alzando el tono de voz. Por fortuna eso no despierta a los gemelos.

—Prometiste que las cosas cambiarían, pero me sigues tratando como si yo realmente fuera solo la niñera de los niños —contesto con un nudo en la garganta.

Hace tres años me casé con este hombre, hace tres años creí que mi vida había cambiado, pero el tiempo ha pasado y todo sigue igual, soy la esposa secreta de Maxwell Kingsley, y ya no sé si puedo seguir haciendo esto mucho más.

—Hoy no, Hannah, sabes qué día es. Hoy solo eres eso.

Su respuesta provoca un dolor tan intenso en mi pecho que ya no soy capaz de contestarle. Me bajo del auto y llamo a Francis, quien ya estaba esperando en la entrada. Sacamos a los niños dormidos y solo puedo quedarme como una idiota frente a la entrada, observando a mi supuesto esposo irse en su auto a quién sabe dónde.

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