Selene despertó con la sensación de estar flotando.
Durante unos segundos no supo dónde estaba. Solo sintió el peso de una manta gruesa sobre su cuerpo, el olor a humo limpio, cuero y pino, y una calidez constante rodeándola por la cintura.
Parpadeó.
Estaba en una cama amplia, en una habitación de piedra clara, con una ventana que daba a los jardines interiores de Artheon. La luz del amanecer entraba filtrada, dorada, anunciando que había dormido mucho más de lo que pensaba.
Y detrás de ella, acostado por encima de las mantas, seguía él.
Cassian.
Tenía un brazo apoyado sobre su cintura, sin apretarla, como si temiera hacer demasiado. Estaba despierto; podía sentir la tensión de sus músculos, la respiración contenida.
—Estás fingiendo dormir —murmuró Selene, con la voz ronca.
Cassian soltó el aire en una pequeña risa.
—Y tú estás fingiendo que no te diste cuenta de que llevo así dos horas —respondió, sin moverse—. Buenos días, loba de la vida eterna.
Selene rodó los ojos, pero no hizo