CAPÍTULO 40— CICATRICES QUE NO SE VEN

Damon nunca había sido un cobarde, pero en esos días se movía como uno. No se acercaba demasiado, no hablaba más de lo necesario, no cruzaba el límite invisible que él mismo había trazado entre su pecho y la figura que ardía en medio del patio de entrenamiento como una estrella de medianoche: Lyra. Se quedaba en las sombras de las terrazas de piedra, en los balcones superiores, en los techos que conocía desde cachorro, observando en silencio mientras el valle entero empezaba a girar de nuevo alrededor de ella, como años atrás. La diferencia era que, esta vez, no estaba solo. A su lado, vigilantes, siempre cerca, siempre tocándola, siempre llamándola “loba” en ese tono que lo encendía por dentro, estaban los príncipes del sur.

La veía reír con Kariane cuando la chica de fuego tropezaba con su propio calor. La veía corregir suavemente el movimiento de Zoe cuando intentaba formar estacas de hielo sin perder el control. La veía tomar las manos de la Selene gris, enseñándole con paciencia
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