La cueva donde habían encontrado a Selene todavía respiraba frío cuando Lyra abrió los ojos. El eco del poder de la loba gris seguía pegado a las paredes como una escarcha invisible, pero la temperatura había bajado de “cuchillo en la piel” a “invierno soportable”. Los guerreros ya se habían retirado al campamento exterior, dejando un silencio tenso, casi reverente, alrededor de las tres hijas de los dioses.
Selene dormía en un catre improvisado contra la pared, envuelta en mantas térmicas que se veían demasiado delgadas para lo que su cuerpo había soportado. Tenía apenas diecisiete años y, aun así, había congelado un bosque entero y casi parte de su propia manada. Kariane roncaba muy bajito en el colchón del lado, completamente rendida por el agotamiento después de ayudar a estabilizar la temperatura dentro de la cueva con su aura cálida. Lyra, sentado en un taburete de madera gastado, las miraba a ambas, sintiendo que el mundo se le encogía y se expandía al mismo tiempo.
Cuando Sele