El vuelo, de más de nueve horas desde la capital del país sudamericano hasta la entrada a Europa, estuvo sin contratiempos. Con uno que otro coqueteo con la hermosa y rubia aeromoza de a bordo por parte de Alexander Defilippis, quien no perdía el tiempo para tirar lances a cualquiera que se le atravesase, especialmente si era hermosa y por lo general, con ese ego gigante que lo acompañaba, algo muy extraño en un argentino y quien, por lo general, cuál diestro sastre, no solía dar puntada sin dedal.
Para la tercera taza de café brindado, en un pequeño pedazo de papel con el logo de la aerolínea, le llegó también escrito a mano, el nombre y teléfono de la hermosa aeromoza.
En el trayecto, los amigos aprovecharon para conversar sobre algunos temas y llenar las páginas de sus agendas que permanecían en blanco.
Habían decidido permanecer un par de dí