El silencio de la habitación era su único refugio. Marina cerró la puerta tras de sí y se apoyó contra ella, dejando que su espalda resbalara lentamente hasta quedar sentada en el suelo. Las lágrimas que había contenido durante horas finalmente encontraron su camino por sus mejillas. El palacio, que alguna vez le pareció un laberinto fascinante, ahora se sentía como una prisión dorada donde cada pasillo guardaba ojos que la juzgaban, cada rincón escondía susurros sobre ella.
Alzó la mirada hacia el techo ornamentado. ¿Cómo había llegado a este punto? La maestra de preescolar de Guadalajara que soñaba con ahorrar para su pequeño departamento ahora estaba atrapada entre dos hombres poderosos en un país donde las reglas para las mujeres eran tan estrictas como el desierto implacable.
—¿Qué estoy haciendo? —susurr&oa