El silencio en el despacho privado de Khaled era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. La luz del atardecer se filtraba por los ventanales, proyectando sombras alargadas sobre los muebles de madera oscura y las alfombras persas. Khaled permanecía de pie, con las manos apoyadas sobre su escritorio de caoba, mientras sus ojos, convertidos en dos rendijas oscuras, no se apartaban de Rashid.
Su primo se encontraba sentado con una tranquilidad insultante, como si la tensión que inundaba la habitación no le afectara en absoluto. Llevaba su tradicional thobe blanco impecable y una sonrisa apenas perceptible que encendía aún más la ira de Khaled.
—¿Crees que no me he dado cuenta de lo que estás haciendo? —la voz de Khaled era baja, controlada, pero cargada de una furia apenas contenida—. Has estado manipulando cada situación desde que Mariana llegó a palacio.
Rashid ar