Narrador omnisciente
Después de que el alfa partiera, al siguiente día Zaria se sintió vacía. La ausencia de Kerry pesaba en su pecho, pero no podía dejarse caer. Su deber como luna era más importante que sus emociones. Así que se levantó, se vistió con esmero y bajó a desayunar, como si nada faltara en su mundo.
Los empleados ya habían dispuesto el desayuno en la mesa del comedor. Una gran mesa, adornada con detalles elegantes… pero tan vacía. Tan fría. Zaria observó por un momento la extensión pulida de la madera, las sillas vacías, el silencio incómodo que la rodeaba. Ese lugar, que alguna vez soñó llenar con amor y risas, ahora solo le recordaba que estaba sola.
Sin decir palabra, tomó su plato y caminó hacia la cocina.
Al entrar, los empleados se detuvieron, desconcertados.
—¿No fue de su agrado, luna? —preguntó el cocinero con voz suave, aunque sin temor. Conocían a Zaria y sabían que era gentil y cercana.
Ella sonrió con dulzura, negando con la cabeza.
—Solo… prefiero no comer sola —respondió, sentándose en uno de los bancos de la cocina.
Hubo un momento de silencio, luego algunos empleados se animaron a sentarse con ella. No hablaron mucho, pero el ambiente se volvió cálido. Zaria irradiaba una energía que hacía sentir bien a quienes la rodeaban, incluso en los momentos más simples.
Cuando terminó, agradeció como siempre, con una sonrisa, y salió a cumplir sus labores en la manada. No podía dejar que su tristeza la venciera.
El día pasó entre reuniones, visitas al jardín de entrenamiento y revisión de avances en los proyectos comunitarios. Al anochecer, su cuerpo pedía descanso, y su alma también.
De regreso en la mansión, una de las chicas de la limpieza la recibió con una reverencia.
—¿Cenará, luna?
Zaria negó con la cabeza, agotada.
—No tengo hambre —respondió con voz baja, aunque aún con amabilidad.
Subió a su habitación en silencio. Al entrar, todo le pareció más oscuro. Más frío. El lado de la cama de Kerry seguía intacto, tal como lo había dejado. Se abrazó a su almohada con fuerza, tratando de convencerse de que era solo un viaje de negocios, que pronto volvería.
Pero justo cuando intentaba dormir, un dolor agudo atravesó su pecho. Un ardor insoportable la hizo caer de la cama. Sus piernas no respondían. Cada fibra de su cuerpo se retorcía.
Intentó gritar, pero solo jadeó.
Era como si mil agujas se clavaran en su piel, como si su alma se quebrara desde dentro. Lágrimas silenciosas comenzaron a correr por sus mejillas, y aun así, no gritó.
Pronto pasará…
Tiene que pasar…
Se repetía una y otra vez, tratando de contener el temblor de sus labios. Logró arrastrarse hasta la cama. El dolor la venció. Perdió el conocimiento, con el cuerpo encogido y el corazón hecho trizas.
Aunque no quería admitirlo, Zaria sabía lo que significaba ese dolor.
Traición.
El vínculo con su alfa se quebraba. Lo sentía. Él estaba con otra. Pero su corazón, terco y leal, no quería aceptarlo. Ella era su luna. Su mate. Su compañera destinada. Debía ser suficiente.
A la mañana siguiente, se levantó más tarde de lo habitual. No por sueño, sino porque su cuerpo se negaba a moverse. Todo le dolía. Desde los huesos hasta la piel. Pero no podía detenerse.
Se puso su mejor vestido, peinó su cabello como de costumbre y bajó con una sonrisa fingida. Nadie debía notar lo rota que estaba.
Mientras descansaba en una banca del parque, una mujer se acercó con dos cachorros, uno pequeño y otro ya mayorcito.
—Luna, el kínder para los cachorros está quedando hermoso —dijo con gratitud en la voz.
Zaria forzó una sonrisa.
—Me alegra que sea de tu agrado —respondió, desviando la mirada al horizonte, deseando que la dejaran sola.
Pero la mujer no captó la indirecta y se sentó a su lado.
—Es un bello día —comentó con amabilidad.
Zaria asintió con calma.
—Lo es.
Su voz tenía esa dulzura natural que hacía que incluso el más inquieto se calmara. El bebé en brazos de la mujer se relajó en cuanto sintió su energía, hasta quedarse dormido en el regazo materno.
La mujer estuvo a punto de seguir hablando, pero su pareja apareció. Se despidió de Zaria con una sonrisa agradecida y se marchó junto a su mate.
Zaria los observó alejarse. El hombre miraba a su familia como si fuera su mundo entero. Reía al cargar a sus hijos. Estaba orgulloso. Feliz.
Un nudo se formó en el pecho de Zaria.
¿Y si había algo malo en ella?
Recordó el dolor de la noche anterior. La punzada. La angustia. Cerró los ojos con fuerza, borrando la idea.
Soy todo lo que él necesita,
Pero la realidad era otra.
Y siempre terminaba igual: