Maximilian, como una bestia enjaulada, recorría su oficina de punta a punta, sus pasos resonando como latigazos contra el impecable mármol. El aire vibraba con su ira contenida, cada fibra de su ser clamaba por descargar la furia que lo consumía. Quería golpear, romper, destruir todo a su paso. La tableta, lanzada momentos antes, yacía como un trofeo de su indignación, el titular aún brillando, un faro de la intrusión que había irrumpido en su vida.
La noticia de su accidente y su tiempo en silla de ruedas, ahora expuesta al escrutinio público, era una afrenta personal. Su privacidad—su vulnerabilidad—todo aquello que había mantenido celosamente guardado, se había desmoronado en un instante.
Giselle, aunque nerviosa, se acercó con cautela. Había visto a Maximilian enojado antes, pero nunca con tal intensidad. Su voz, un hilo apenas audible, rompió el silencio cargado.
—Señor, voy a hablar con el equipo de relaciones públicas para que resuelvan esto. Podríamos emitir un comunicado