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Simón se cruzó de brazos, mirando a Isabella con desconfianza. Su voz era dura, sin rastros de la paciencia que solía mostrarle.

—Mejor dime, ¿qué haces tú aquí? —su voz salió filosa—. ¿Me estás siguiendo?

—Por supuesto que no —dijo, aunque su tono carecía de la firmeza habitual—. E-Es… es pura casualidad que esté aquí.

Simón ladeó la cabeza, y sus labios se curvaron en una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.

—¿Casualidad? Entonces no viniste a verme a mí en absoluto.

—¡Claro que sí! —se apresuró a corregir—. La verdad, una amiga me vio aquí y me avisó. Pensé que podría encontrarte…

Simón soltó una carcajada seca y negó con la cabeza, incrédulo.

—Tus amigas no vienen a estos bares, Isabella —bufó—. Vamos, ¿qué clase de amigas tienes?

El rostro de ella enrojeció y las lágrimas brotaron rápidamente de sus ojos. Su voz adquirió un tono ofendido y dolido.

—Me ofende que dudes de mí de esta manera —dijo con pesar—. ¿Cómo puedes desconfiar así de la mujer que amas?

Él, sin emb
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