Había logrado tranquilizarme. Mis lágrimas se habían detenido. Ya no quedaba nada.
Veía el fuego consumir la madera en la chimenea y me preguntaba qué iba a pasar conmigo. Tenía que hablar con Tomas, una vez más y no perder el control, escuchar sus explicaciones y decidir si eso era suficiente para mí.
Pero la herida ya estaba hecha y sangraba.
Me levanté del sofá y mi cuerpo reclamó por las horas que llevaba en la misma posición. Caminé hacia la puerta, la tristeza y la decepción me hacían arrastrarme, solo quería meterme en la cama y acurrucarme.
Cuando abrí la puerta me quedé inmóvil.
Tomas estaba sentado en el suelo a un lado de la puerta, su rostro se había levantado cuando me escuchó.
—¿Cuánto llevas allí? —le pregunté.
Su rostro estaba deshecho