Capítulo 3: La paradoja de un nuevo comienzo.
Amón, el Alpha más poderoso de la manada Grecia Dorada, una de las primeras y más influyentes de todo el mundo, se encontraba contra la espada y la pared. La furia de Britania, sus palabras venenosas sobre el hijo y la marca, resonaban en el eco del gran hall. Lo que ella había dicho era cierto, en parte. Las leyes ancestrales de los lobos, grabadas en piedra, dictaban que la existencia de un hijo y una marca, por falsa que fuera esta última, le otorgaba ciertos derechos a la "compañera" que lo llevaba. Sin embargo, tanto él como su lobo, Dereck, no estaban de acuerdo con lo que la ley les mandaba en esta situación. No había buscado a su mate durante tanto tiempo, había soportado años de agonía y soledad, para ahora perderla por sus propios errores, por un descuido de su juventud. No importaba cómo ni cuándo, él lucharía por su destinada. Estaría junto a ella sin que nadie lo impidiera.
—¡Es nuestra, Amón! ¡Nuestra! —rugió Dereck en su mente, la voz de su lobo resonando con una mezcla de desesperación y furia. —No podemos dejar que esa arpía se salga con la suya. Ella es la Luna. ¡No hay otra!
"Lo sé, Dereck", respondió Amón mentalmente, su propia voz tensa. "Pero las leyes… la manada…". La imagen de Agnes, tan frágil, tan rota, apareció en su mente. El miedo en sus ojos. La culpa lo carcomía. ¿Cómo podría explicarle esto? ¿Cómo podría pedirle que lo aceptara, cuando él mismo había sido la causa de su tormento, y ahora, el origen de un nuevo obstáculo?
Después de que Britania se fuera —no por su voluntad, sino por la autoridad inquebrantable de Amón, aunque ella se había retirado lanzando miradas de odio y promesas de venganza veladas—, él se quedó en su despacho. Era una estancia vasta, de madera oscura y estanterías llenas de libros antiguos, un reflejo de su mente ordenada y poderosa. Pero hoy, su calma habitual se había desquebrajado. Se pasó la mano por el cabello, jalándolo con frustración, mientras se dejaba caer en su imponente silla de cuero. Tenía que encontrar una manera de solucionar los problemas en los que él mismo se había metido, en el laberinto de sus propias malas decisiones. Tenía que encontrar una forma de estar con su hijo sin alejarse de su mate. La vida de un Alpha era una cadena de responsabilidades, y esta era, sin duda, la más compleja.
Pero lo que él no sabía era que esa noche todo iba a cambiar, y que la presencia de Agnes ya había puesto en marcha un destino mucho más grande de lo que él, con todo su poder y conocimiento, podía siquiera concebir.
En otra parte del castillo, estaba una joven que observaba con curiosidad su habitación. Nunca había estado en un lugar igual. Su sótano, un pozo de oscuridad y frío, era su única referencia. Cuando era niña, su habitación en la casa de sus padres era sombría, sin gracia, con muebles viejos y pocas ventanas. En cambio, esta era una estancia vasta, con techos altos y ventanales que prometían vistas impresionantes. En cada rincón, el lujo gritaba: tapices de seda bordados con hilos de oro, muebles de madera pulida que brillaban con un lustre profundo, candelabros de cristal que reflejaban la luz en mil destellos. Incluso le daba miedo tocar las cosas por temor a romperlas o dañarlas, una sensación que la había acompañado toda su vida, la de ser una intrusa, una cosa indigna de belleza.
Casi nadie llegaba a su habitación. La única persona que la visitaba era una señora de edad, pero bien conservada, con ojos amables y manos suaves, que le dijo llamarse Blanca. Ella era la encargada de que todo en el castillo estuviera en orden, una figura de autoridad silenciosa y eficiente. Le había hablado con una dulzura que Agnes no recordaba haber escuchado en años. "Si algún día necesita algo, mi niña, puede pedírmelo con confianza, que con gusto la atenderé", le había dicho, con una sonrisa que le arrugaba los ojos. Blanca también le contó que había criado al Alpha Amón —como ella lo llamó— y que, según su criterio, después de años buscando a su mate, se había vuelto un amargado, aunque en el fondo era buena persona. "Un corazón noble bajo una coraza de hielo, mi niña. Dele tiempo. Y usted también se lo merece, después de tanto sufrir", le había susurrado, sus ojos llenos de una comprensión que a Agnes le pareció dolorosa.
Ella solo asentía a lo que le decían. No podía hablar. Después de tantos años sin emitir un sonido, su voz se había convertido en un nudo apretado en su garganta, un miedo visceral a ser castigada por el simple hecho de existir. Blanca le había preguntado su nombre, pero ella no respondió. La mujer, con una intuición que la caracterizaba, pensó que simplemente no se lo diría. Pero la chica, con un temblor en sus manos, tomó un papel y un lápiz que Blanca había dejado sobre la mesa y empezó a escribir. Blanca entendió de inmediato que esa sería su forma de comunicarse, y una tristeza suave, pero profunda, se instaló en su pecho al ver el rastro del trauma de la joven.
Cuando la empleada se fue, la joven se quedó sola. El silencio de la habitación, tan distinto al opresivo silencio de su sótano, la abrumaba. Se sentó en la cama, tan suave que parecía una nube, y el cansancio acumulado de años de tormento la venció. Sus párpados se cerraron, y comenzó a quedarse dormida, el primer sueño tranquilo en mucho tiempo... hasta que el suave chirrido de la puerta de su habitación la despertó de golpe.
Por ella entró Amón. Él la vio sentada en la cama, sus ojos negros, profundos como la noche, observando cada uno de sus movimientos con una mezcla de curiosidad y un miedo que aún no lograba disimular del todo. El aroma dulce y amargo de ella lo envolvió, y Dereck, su lobo, se agitó con una alegría silenciosa, un gruñido satisfecho que solo Amón podía sentir.
—Hola, pequeña —saludó Amón, su voz, aunque intentaba ser suave, resonaba con autoridad en la amplitud de la habitación. Pero como siempre, no recibió respuesta.
Cuando quiso acercarse, dar un paso más hacia ella, Agnes empezó a temblar. El movimiento fue casi imperceptible, pero para sus ojos de Alpha, para su lobo que sentía cada matiz emocional de su mate, era un terremoto. Esa fue la señal para que él se detuviera. Se mantuvo en su lugar, a una distancia respetuosa. Aunque después del baño y de que curaran sus heridas se veía mucho mejor, su piel ahora limpia, su cabello brillante, su belleza frágil comenzando a emerger, eso no significaba nada comparado con todo lo que había sufrido. Su cuerpo estaba curado, pero su alma… su alma estaba rota.
—Mi nombre es Amón, preciosa. ¿Cuál es el tuyo? —preguntó él, su voz un susurro, intentando infundir calma. Pero ella solo lo miraba en silencio, sus ojos negros fijos en él, sin parpadear. El lápiz y el papel que Blanca le había dejado estaban en la mesita de noche, a su alcance, pero ella no hizo ademán de tomarlos.
Estaba perdiendo la paciencia con la situación. No sabía qué hacer para que confiara en él, para que entendiera que no la lastimaría. Era un Alpha, un líder, acostumbrado a la obediencia, no a la reticencia.
—Es irónico que digas eso, cuando tus decisiones serán las que más la dañen —le reprochó su lobo, Dereck, con rabia, la voz cargada de verdad. Aunque al estar cerca de su mate, ambos se calmaban, la presencia de ella era un bálsamo que suavizaba los bordes afilados de su furia.
Amón simplemente lo ignoró, pero sabía que Dereck tenía razón. No tenía derecho a reclamar nada, mucho menos a exigir, no cuando él mismo era el culpable de todo, el arquitecto de su dolor. La hipocresía lo ahogaba.
—Sé que no nos conocemos, y que todo lo que has pasado es por mi culpa —dijo Amón, dando un paso cauteloso, su voz cargada de una sinceridad que apenas se atrevía a mostrar. Sus ojos grises, normalmente fríos, ahora brillaban con una vulnerabilidad que Agnes no había visto. —Pero de algo puedes estar segura: nadie volverá a molestarte. Siempre estarás protegida. Nunca más tendrás que temer a nadie. Sé que será difícil confiar en mí y en lo que te digo, pero estaré aquí solo para ti, hasta que tus miedos desaparezcan. Te lo juro por mi vida y por mi lobo.
Amón estaba dando todo de sí en esas palabras, vertiendo su alma en ellas, un Alpha pidiendo perdón. Aunque no lo admitiera en voz alta, el lazo entre ambos se fortalecía más con cada segundo, una conexión que se tejía invisiblemente entre ellos, aunque en ella era poco predecible por el temor que todavía la dominaba.
El Alpha se acercó de manera lenta para no asustarla. Cada paso era medido, cada movimiento, una promesa silenciosa de respeto. Ella, poco a poco, comenzó a relajarse, el temblor disminuyó, aunque aún mantenía la guardia alta, preparada ante cualquier error, cualquier gesto que pudiera recordar su pasado.
—Sé que esto será difícil, pero quiero que vengas conmigo. Tengo una sorpresa para ti —le dijo, extendiendo una mano hacia ella, no para tocarla, sino para invitarla.
Ella estaba renuente, su cuerpo se tensó, una lucha interna entre el miedo y una extraña curiosidad. Pero aunque no quisiera ir, tendría que hacerlo. Él era el Alpha, y todo lo que dijera debía cumplirse. Sin una palabra, con un suspiro casi imperceptible, de manera automática, se levantó de la cama. Sus ojos se fijaron en sus propios pies, y bajó la cabeza. Amón observó esta acción y sus ojos se oscurecieron; la ira creció dentro de él, tanto por sí mismo como por todo lo que ella había pasado, por la sumisión que le habían inculcado.
Trató de calmarse, no quería asustarla ni arruinar la sorpresa que tenía preparada. Con la mano, le indicó que saliera de la habitación, un gesto suave, que no exigía.
Ambos comenzaron a caminar, pero ella iba detrás de él, con la cabeza gacha, sus pasos silenciosos, casi invisibles. Él se detuvo, y por reflejo, ella también, como una sombra.
—No es necesario que camines detrás de mí… tú no —dijo Amón, su voz suave, casi un ruego. Él se giró para mirarla a los ojos, pero ella aún tenía la cabeza baja. —Ven, camina a la par mía. Eres mi Luna. Tu lugar es a mi lado.
Pero al ver que no lo hacía, que su cuerpo no respondía a la orden, a la invitación, se acercó y, con la misma cautela que se acercaría a un cervatillo asustado, le tomó la mano.
Ella, al sentir el contacto, una chispa eléctrica, empezó a temblar y se tensó automáticamente. Sus músculos se endurecieron, su respiración se atascó. El Alpha percibió su miedo, el aroma a terror se intensificó, pero no retiró la mano. La sujetó con suavidad, pero con firmeza, obligándola a caminar junto a él, a la par, por los largos pasillos de la mansión. Cada paso era una batalla silenciosa contra sus años de miedo.
Mientras caminaban, el pulso de Amón latía con una mezcla de anticipación y nerviosismo. La mano de Agnes, tan pequeña y frágil en la suya, seguía temblando ligeramente, pero no se había apartado. Era un pequeño avance, un diminuto rayo de esperanza. La llevó por pasillos que Agnes ni siquiera había visto, a través de una puerta discreta que conducía a un balcón privado, con vistas al vasto bosque de la manada. La luna llena se alzaba majestuosa en el cielo, derramando su luz plateada sobre el paisaje nocturno.
—Aquí… aquí es donde vengo a pensar —le susurró Amón, su voz más suave, casi íntima. La condujo hasta el borde del balcón, donde el viento soplaba suavemente, trayendo consigo el aroma a pino y tierra húmeda.
Agnes levantó la vista, por primera vez, hacia el cielo nocturno. Sus ojos negros se abrieron con asombro. Nunca había visto la luna tan grande, tan cerca, tan brillante. Desde el sótano, solo la había soñado, un mero concepto. Ahora, era una realidad palpable, una reina plateada que reinaba sobre el mundo. Su cuerpo se relajó un poco, la belleza de la escena la atrapó.
Amón la observó, su corazón sintiendo un vuelco al ver un atisbo de paz en su rostro. Sacó una pequeña caja de terciopelo de su bolsillo. La abrió, revelando un collar. No era ostentoso, sino delicado y hermoso. Una fina cadena de plata sostenía un colgante en forma de media luna, pulida y brillante, y en su centro, incrustada, una pequeña piedra que parecía capturar y reflejar la luz lunar, brillando con un resplandor etéreo.
—Esto… es para ti, preciosa —dijo Amón, extendiéndole la caja, su voz cargada de ternura. —Es una luna. Un símbolo de coraje, de luz en la oscuridad. Su creadora… era una de las mujeres más fuertes que conocí. Su coraje está impregnado en esa piedra. Siempre que tengas miedo a la oscuridad, esta brillará para que no tengas más miedo. Para recordarte que no estás sola.
Agnes miró el collar con el ceño ligeramente fruncido, una mezcla de confusión y cautela. Nunca nadie le había dado un regalo, y mucho menos algo tan hermoso. Sus ojos pasaron del collar a Amón, y luego de nuevo al collar, como si no supiera qué hacer, como si fuera una trampa. Ella, que solo conocía el dolor y el desprecio, no sabía cómo reaccionar ante un gesto de pura amabilidad.
—¿Quieres que te lo ponga, preciosa? —preguntó él, su voz aún suave, dándole el control, la opción de negarse.
Ella dudó unos segundos, su mirada aún incierta, pero la promesa en sus ojos, el calor de su mano, la voz de su lobo Dereck insistiendo en su mente: "¡Acepta! ¡Déjalo entrar!", la convencieron. Al final, con un movimiento apenas perceptible, asintió.
Amón sonrió, una sonrisa genuina que rara vez mostraba. El poco espacio entre ellos desapareció. Se puso a sus espaldas, sus manos grandes y fuertes, pero increíblemente suaves, se posaron en su nuca. El contacto la hizo tensarse, un viejo reflejo del miedo, pero él no se movió, solo colocó el collar con una ternura infinita. La plata fría de la cadena contra su piel cálida fue una sensación extraña. Al terminar, se alejó un paso, dándole espacio, para que se sintiera segura, no acorralada.
Cuando ella se giró para mirarlo, sus ojos negros, antes tan vacíos, brillaron. Y luego, una tenue curva se formó en sus labios, apenas un esbozo, pero inconfundible. Agnes sonrió.
Fue una sonrisa hermosa. Una revelación.
Amón sintió como si un sol hubiera nacido dentro de él. Su corazón, que había estado endurecido por años de soledad y amargura, se expandió con una calidez abrumadora. "¡La ha hecho sonreír, Dereck! ¡Nuestra Luna está volviendo a la vida!" El rugido silencioso de su lobo fue de pura euforia. Era la primera vez que lo hacía, la primera vez que Agnes sonreía para él, y fue lo mejor del mundo. Él sonrió instintivamente, devolviendo el gesto, perdiéndose en la mirada de ella, en esos ojos negros como la noche… pero un bostezo suave, casi inaudible, llamó su atención. Debía estar cansada, agotada por el cambio y la carga emocional. Él le daría su descanso, el reposo que tanto necesitaba.
—Bueno, preciosa, es hora de dormir —le dijo, su voz ahora llena de una dulzura protectora. Observó cómo ella, con un movimiento lento y lleno de cansancio, se acostaba en la cama, cerrando sus ojos, el collar brillando suavemente en su pecho, un pequeño faro en la oscuridad.
—Descansa, hermosa. Yo velaré tu sueño —susurró, aunque sabía que ella ya estaba dormida.
Una hora después, se fue a su despacho. No iría a su habitación… no si ahí estaba Britania. No quería que ella, con su veneno y su falsedad, arruinara la paz efímera que la sonrisa de Agnes le había traído.
Cuando llegó, no podía sacar de su mente la sonrisa que ella le regaló. La atesoraría por siempre, un tesoro más valioso que todo el oro de su manada. Suspiró, dejando caer su peso en la silla. El camino para enamorar a su alma apenas comenzaba. Los secretos, como Britania y el bebé, eran una bomba de tiempo, una amenaza constante. No sabía qué haría cuando le dijera que tenía un hijo en camino. Sabía que todo se podía ir al carajo, que esa frágil confianza podría romperse. Pero si no le decía… también sería un error, una mentira que corroería su lazo.
No quería pensar en eso ahora. Solo quería organizar la siguiente sorpresa para su alma, una que sabía que le encantaría, algo que pudiera seguir arrancando más sonrisas. Había tantas cosas que quería saber de ella, de su pasado, de lo que le gustaba, de lo que la hacía feliz. Pero más que nada, deseaba escuchar su voz algún día. Quería que sus cuerdas vocales se desataran, que su melodía llenara el silencio que ahora la definía.
Fin del flashback.
Suspiró, pensando en esa próxima sorpresa. Una que ningún Alpha de su linaje había ofrecido en años. Era algo íntimo, algo que solo compartiría con su Luna. Estaba tan inmerso en el trabajo, los informes de la manada apilándose en su escritorio, que no notó que su segundo al mando estaba en la habitación.
—¿Ahora también eres un acosador, Dimitri? —preguntó Amón sin levantar la vista, su voz aún teñida de la melancolía que Agnes le había dejado.
—Eso sería alimentar tu ego, y no creo que sea buena idea —respondió Dimitri, con su habitual tono burlón, pero una sonrisa genuina en sus labios. Se acercó al escritorio, dejando una pila de documentos.
—Bueno… ¿qué te trae por aquí? No creo que sea solo para admirar mi presencia.
—Me enteré que Britania causó conflictos en una de las tiendas de ropa de la plaza —dijo, dejándome unos papeles en el escritorio. Al revisarlos, vio que eran facturas por daños. Suspiró frustrado. ¿Cómo diablos terminó con esa mujer? La irritación lo invadió.
—Es que lo estúpido nadie te lo quita. Te metiste solito con esa arpía —se burló su lobo, Dereck, con una carcajada mental.
—Gracias —respondió con sarcasmo, y cortó la conexión con él, no queriendo más burlas. Desde que su alma estaba aquí, Dereck había estado más tranquilo de lo normal… cosa que incluso a él le sorprendía. El lobo, que había sido una fuente constante de furia y frustración en su soledad, ahora era un compañero más sereno, casi juguetón.
—Cuidado, humano estúpido, que puedo hacer que te arda el trasero y no será bonito —contestó Dereck, su voz resonando con una amenaza divertida.
—No tienes el valor, lobo inútil.
—¿Inútil yo? Recuerda que la última vez terminaste embarrado de m****a hasta el cuello —rió Dereck, la imagen de Amón cubierto de lodo y estiércol apareciendo vívidamente en su mente.
Estaba por responder cuando un carraspeo lo interrumpió. Dimitri lo observaba con una ceja arqueada.
—¿Y? ¿Qué harás con esa mujer loca? —preguntó Dimitri, su tono ahora serio, su mirada comprensiva.
Amón observó a Dimitri. No solo era su mano derecha, era su hermano de sangre, su confidente más cercano. Podía confiar en él… pero no sabía si sería buena idea. La noticia podría desestabilizarlo, ponerlo dramático.
—Oye, sé que soy guapo, pero una foto te duraría más —bromeó Dimitri, haciendo un puchero exagerado. Pero cuando vio que su rostro seguía serio, la risa se borró de sus labios.
—Sabes que puedes confiar en mí, hermano. ¿Qué pasa? Te noto… diferente. Hay un aroma nuevo en el aire. Dulce.
—Encontré a mi mate —dijo Amón sin rodeos, su voz casi un susurro, pero cargada de una emoción que Dimitri no había escuchado en años.
Dimitri se quedó en silencio, boquiabierto, sus ojos azules se abrieron con incredulidad. Y luego, se largó a reír como loco, una risa estruendosa que resonó por el despacho.
—¡Qué buena broma, Amón! ¡Por fin! Sabía que tu sentido del humor aún vivía… Pero, ¿en serio? ¿Después de todo este tiempo?
El gruñido de Amón lo calló de inmediato, un sonido bajo y peligroso que le indicó a Dimitri que esto no era una broma.
—No es una broma. Está en el ala oeste del casti...
Amón no terminó de hablar. Dimitri, con una velocidad sorprendente, salió corriendo del despacho, una expresión de asombro y euforia en su rostro. —¡Mierda...! —masculló Amón, levantándose de golpe. Corrió detrás de él, rezando que no hiciera una estupidez, que no la asustara. El muy idiota lo hizo recorrer toda la casa, Dimitri guiado por el aroma de Agnes.
Y cuando llegó a la habitación… no esperaba lo que vio. Su alma, su Agnes, estaba cómoda con Dimitri. Interactuaban. Él hablaba, su voz animada, y ella respondía con la pantalla que Amón le había proporcionado para comunicarse mejor, sus dedos finos deslizándose por la superficie.
Amón pasó una hora y media observándolos desde la puerta, invisible para ellos. Hablaban tranquilamente… y lo que más le impactó fue verla reír con Dimitri. No le temía. Reía. Una risa suave, casi inaudible, que Agnes ahogaba en su mano, pero que Amón sintió en lo más profundo de su ser.
Sin duda… aquí había historia entre esos dos. Una conexión que Amón no había anticipado, y que, extrañamente, no le provocaba celos, sino una inmensa gratitud. Su hermano, el único que había podido arrancarle una risa.