Livy Clark
Casi cuatro horas después, y yo estaba acostada en una cama, sintiendo tanta alegría que apenas podía controlarme. Miré al sillón de al lado, y Juan dormía, bien allí, sosteniendo su revista boca abajo. Era evidente que él estaba cansado, y ahora, probablemente sin empleo.
– ¿Juan? – Pregunté. – Juan, por favor... – Mi voz era débil, y mi garganta ardía como llamas.
Miré alrededor, hasta que él finalmente se despertó. Al estirarse, sus piernas se estiraron, así como la camisa, y allí estaba, aquel abdomen nada recto, y que me confortó tantas veces. – Creo que voy a buscar un café.
– Mejor ve a casa.
– ¿Y tú? No puedo dejarte sola.
– ¡Yo no estoy más sola! ¡Nunca más voy a estar! – Miré hacia abajo. Mis
brazos estaban agarrados a la figura minúscula.
– ¡Eso es verdad! – Juan dijo, acercándose a mí. Sus manos fueron directas a la pequeña cabeza del bebé. – Ella es tan linda... ¿Ya tenemos un nombre?
– Ella es muy perfecta, ¿no es así? Nuestra pequeña Maive.
– Maive... – Juan