El suelo tiembla bajo los cascos de los caballos. Francisco de Gálvez salta de su montura, la pesada armadura crujiendo con su movimiento.Su mirada está clavada en Felipe, que yace indefenso sobre la tierra empapada de sangre.Sin demora, levanta su espada, listo para asestar el golpe final.Su rostro es una máscara de odio puro.No grita, no habla. Solo actúa, impulsado por una furia que ha superado incluso su propia voluntad.La espada brilla en el aire.Todo parece ralentizarse en ese instante.La hoja desciende, buscando el corazón de Felipe.Pero un grito cortante rasga el bullicioso estruendo de la batalla.—¡No!Eleonora, como un relámpago, surge entre los combatientes.En sus manos, su espada reluce, temblando de determinación.En un movimiento desesperado y certero, encuentra una rendija entre las placas de la armadura de Francisco —un pequeño espacio olvidado en su ambición por la victoria— y hunde su espada hasta la empuñadura.El filo atraviesa carne y costillas con un so
El sol apenas comienza a elevarse sobre los escombros de Lirven, teñido de rojo por el humo y la sangre aún fresca. Las banderas de Elyndor ondean sobre las torres resquebrajadas, y el aire, aunque libre de gritos, todavía huele a dolor.Los soldados gritan con júbilo, felices de haber ganado una guerra y haber sobrevivido a tantas batallas, sin embargo, Eleonora, siente el peso de esta guerra sobre sus hombros. Cada muerte de los suyos o de los contrarios, fue una vida humana que se perdió y esto duele. No obstante, también está la satisfacción de seguir con vida y al lado de su gran amor.—Alejandro —dice ella con firmeza, la voz baja pero cargada de urgencia.Él gira el rostro hacia ella y sus ojos se encuentran. Sonríe ampliamente, orgulloso de la mujer que tiene a su lado.—¿Qué sucede? —pregunta, percibiendo de inmediato que algo está mal.Eleonora traga saliva. No es fácil contar lo que viene. Su cuerpo aún tiembla por dentro. El recuerdo del momento en que atraviesa a Francis
Las puertas de Elyndor se abren antes de que los estandartes reales crucen el puente levadizo. La noticia de la victoria ha llegado con el viento, como un susurro que se convierte en grito, y el pueblo entero se ha volcado a las calles. Ancianos, niños, comerciantes, soldados de reserva, todos se agolpan en las murallas, los balcones y las plazas. El cielo se viste de un azul claro, el mismo que ondea en las banderas del reino.No hay música, no hay trompetas. Solo hay corazones latiendo fuerte.Alejandro y Eleonora cabalgan al frente. Él va erguido, cubierto de tierra, y polvo, pero con los ojos brillantes de orgullo. Ella, a su lado, tiene el cabello trenzado sobre la espalda, aún lleva la armadura, y sus ojos, aunque cansados, reflejan una fuerza serena. A sus espaldas, Felipe, ya más pálido pero despierto, va en un carro cubierto, acompañado por Julie, que no se separa de él ni un segundo.Cuando cruzan las primeras calles, una niña se suelta de las manos de su madre y corre hacia
La fecha de partida está decidida. Felipe se marcha en tres días rumbo al territorio que ahora debe gobernar. Desde el amanecer, el castillo se convierte en un centro de actividad incesante. Caravanas se organizan, soldados empacan provisiones, y los arquitectos seleccionados por el consejo cargan planos y pergaminos. Las banderas del nuevo reino, aún sin escudo definitivo, ondean junto a las de Elyndor.Felipe supervisa cada detalle con serenidad. Aunque su cuerpo aún guarda huellas del conflicto, su mirada es firme. No se siente un héroe ni un conquistador. Solo alguien que debe responder con altura al lugar que le han entregado. Pero hay algo que lo inquieta desde hace días. O alguien.Julie.La busca en los jardines donde suele ir por las mañanas. La encuentra alimentando a un caballo joven. Ella lo acaricia con ternura, pero al notar su presencia, se detiene.—¿Vienes a despedirte? —pregunta ella sin mirarlo.—Vengo a pedirte algo.Julie gira el rostro y lo observa, atenta.—Quie
Los días en Elyndor vuelven a su cauce con la serenidad que solo el paso del tiempo puede otorgar después de una guerra. Las reuniones, los decretos y las decisiones de Estado vuelven a llenar la agenda del rey y de la reina, pero en el corazón de Eleonora ha comenzado a formarse una inquietud que no puede ignorar por más tiempo.Han pasado casi dos años desde su matrimonio con Alejandro. Dos años de caricias nocturnas, de cercanía entre sábanas y de entregas sinceras. Dos años sin evitar, de ningún modo, que la vida florezca en su vientre... y sin embargo, no hay señal alguna de embarazo. La ausencia, al principio imperceptible, ahora le pesa. No hay enfermedad visible, no hay síntomas, no hay sangre que se retrase más de lo habitual. Solo el vacío.Esa mañana, con el alba apenas tocando los ventanales de su alcoba, Eleonora baja hasta el jardín interior donde Brígida cuida de sus plantas curativas. La mujer, encorvada pero firme, la recibe con una mirada de cariño. No necesita habla
Amanecen los días con una claridad distinta. Hay algo en el aire, una ligereza que Eleonora no sentía desde hacía mucho. No sabe si es la victoria reciente, la paz momentánea o la conversación que tuvo con Brígida, pero su pecho ya no se siente tan oprimido. Aun así, la inquietud no la ha abandonado del todo. Es como si la tierra bajo sus pies hubiese cambiado, como si la realidad hubiese girado de forma sutil, pero definitiva.Desde aquella noche, Eleonora ha cumplido al pie de la letra cada recomendación de Brígida. Durante el amanecer, antes incluso de que el palacio despierte por completo, sale al jardín para enterrar un pequeño cuenco con tierra y una gota de su sangre. Brígida le explicó que es un acto simbólico, una manera de sanar la memoria ancestral de su linaje femenino, de reconciliarse con las madres y las hijas que la precedieron, muchas de las cuales vivieron en silencio, dolor y resignación. Lo hace con respeto, con devoción. Con el corazón.Brígida también le ha prepa
La mañana se presenta nublada, como si el cielo mismo compartiera el peso del mensaje que está por llegar. Eleonora se encuentra en los jardines del palacio, podando las rosas que han comenzado a marchitarse con la llegada del otoño. El crujido leve de las hojas bajo sus pies la mantiene conectada al presente, pero su mente viaja, inquieta, sin razón aparente. No pasa mucho tiempo antes de que una doncella se le acerque con expresión contenida y mirada baja.—Su Majestad —dice la joven con voz suave—. Lamento interrumpirla, pero acaba de llegar un mensaje urgente para usted desde su casa paterna.Eleonora la observa en silencio por un instante. Sabe, antes incluso de que la doncella se lo entregue, que se trata de su madrastra. Toma el pergamino, lo desenrolla con cuidado, y comienza a leer. Sus dedos tiemblan ligeramente. Las palabras son pocas, frías en su objetividad: "Lady Celia ha fallecido en la madrugada. Su cuerpo espera los ritos de despedida."No hay detalles. No hay adornos
La muerte de su madrastra aún flota como un susurro entre las estancias del palacio. Aunque Eleonora ha logrado soltar el peso de aquel pasado, el duelo aún la acompaña en el silencio de la noche, en el crujir de la madera al caminar, en los días que parecen más lentos de lo habitual. Pero la vida tiene sus propios designios. Y, a veces, cuando menos lo esperan, los ciclos se cierran con una promesa de luz.Una mañana cualquiera, Eleonora se despierta con un cansancio extraño. No es abatimiento por la pérdida reciente, ni siquiera la melancolía que le ha rondado. Es algo diferente. Más físico. Su cuerpo, por lo general ágil y dispuesto, se siente más pesado. La boca le sabe metálica. El olor del té de hierbas le revuelve el estómago y el aroma del pan recién horneado, que siempre le ha encantado, la obliga a cubrirse la nariz.Al principio no le da importancia. Se lo atribuye a los días difíciles que ha vivido. Pero pasan las horas, y cuando sube las escaleras de la biblioteca siente