En el gran salón del Parlamento hay tensión, inquietud, y una irritación mal disimulada. Cada asiento está ocupado. Todos han venido. Esta reunión extraordinaria no es común, y lo que está en juego tampoco lo es.Eleonora camina por el pasillo central con paso firme. Su vestido oscuro, ceñido a la cintura, ondea con elegancia contenida. No lleva joyas ni corona. Solo el broche del reino sobre el pecho, símbolo de su compromiso y su determinación. Alejandro la acompaña, con expresión impenetrable. Caminan como uno solo, envueltos en un silencio que impone.Al llegar frente a los altos asientos del consejo, se levanta un hombre de barba gris y rostro siempre severo.—Majestades —saluda con frialdad—, os convocamos porque han llegado a nuestros oídos rumores... profundamente alarmantes.Eleonora mantiene su mirada clavada en él.—No son rumores. Son hechos —responde con voz clara—. Planeo unirme a nuestros hombres en combate.Un murmullo indignado atraviesa la sala. Algunos se levantan,
El sonido del cuerno de partida resuena por todo el castillo, anunciando lo inevitable: ha llegado el día de marchar hacia la guerra.En el patio principal, soldados, caballeros y voluntarios se alinean en formación, vestidos con sus armaduras, las insignias de Elyndor grabadas en sus pechos y estandartes ondeando al viento. Hay silencio, respeto, una quietud tensa que precede a la tormenta. Y en medio de todo ese orden, emergen los dos soberanos del reino, caminando uno al lado del otro, montura en mano.Eleonora lleva una armadura de tonos plateados con detalles azul oscuro que brillan bajo la luz del amanecer. El peto real, hecho a medida, acentúa su figura sin restarle imponencia. Su cabello recogido en una trenza larga se desliza por la espalda metálica. Camina con el rostro sereno, pero con fuego en los ojos. A su lado, Alejandro lleva su armadura de guerra, más pesada, dorada en los bordes, con una capa roja que flamea tras él. Ambos parecen esculpidos por los dioses para ese m
El ejército enemigo, compuesto por tropas de Borania y Lirven, se desplaza por los caminos sinuosos que rodean las cordilleras del reino. Avanzan con arrogancia, creyendo que arrasarán Elyndor como un castillo de naipes. Pero lo que no saben es que los bosques no les pertenecen, ni las piedras, ni el viento. Todo lo que pisan, todo lo que ven, se ha convertido en su enemigo silencioso, porque si ellos cuentan con magia negra, Elyndor cuenta con la reina del ayer.Los primeros en caer lo hacen sin un solo grito.Avanzan por un estrecho desfiladero cuando el suelo cede bajo los cascos de los caballos. Dos líneas de jinetes desaparecen entre una nube de tierra y gritos ahogados, tragados por una trampa excavada semanas antes. Estacas de hierro los esperan en el fondo. Las lanzas atraviesan carne y armaduras con la fuerza implacable de la gravedad. El estruendo hace eco entre las paredes rocosas, y la confusión se apodera de los soldados.Antes de que puedan reorganizarse, desde lo alto d
Las noticias del primer enfrentamiento llegan al castillo temprano en la mañana. —Elyndor y Meridial han logrado repeler el primer ataque —dice el emisario, jadeando aún por la rapidez del viaje—. Han caído muchos enemigos, pero nuestros hombres siguen firmes. Los reyes están bien.Un suspiro colectivo llena la gran sala. La tensión no se disuelve, pero al menos se atenúa.La reina madre asiente con la frente en alto.—Haced que esta noticia llegue al pueblo. Hoy, más que nunca, necesitamos esperanza.En los patios del castillo, el entrenamiento no se detiene. Cada día, más voluntarios llegan a las puertas de la ciudadela, pidiendo armas, pidiendo instrucción. Los soldados veteranos, heridos o demasiado mayores para el frente, se encargan de la instrucción. Lo que comenzó como una preparación simbólica, se ha convertido en una red de defensa sólida y comprometida.Julie camina entre los grupos, observando con atención. Su vestido, sencillo pero limpio, se agita con el viento. Lleva e
Con las noticias recientes, la reina madre se va a dormir un poco más tranquila. Cada segundo del día teme por su hijo, su nuera y por cada persona que está defendiendo el reino en esa guerra, sin embargo, cada batalla ganada es una luz de esperanza.Está agotada. Pronto cae en un sueño profundo. Las antorchas iluminan los pasillos del castillo con una luz suave, oscilante. Los guardias hacen su ronda. Todo parece en calma. Pero bajo esa quietud, algo se mueve.Una sombra se desliza por los corredores, con el sigilo de un fantasma. Viste de negro, la capucha cubre su rostro. En sus manos, un cuchillo curvo, sediento de sangre. Su andar es sigiloso, pero no perfecto.En otra ala del castillo, Felipe de Gálvez despierta de golpe. Algo lo sobresalta. No sabe qué fue. Pero sus oídos, entrenados durante años, captan un sonido. Un roce. Un paso fuera de lugar.Se pone de pie sin hacer ruido, toma su espada de entrenamiento, no es la de guerra, pero está afilada, y sale al pasillo.La sombra
El fuego ruge en el campamento como un corazón latiendo con furia. Es medianoche y la quietud es solo una ilusión. Cada soldado sabe que el enemigo podría atacar en cualquier momento. Cada sombra es una amenaza.En el centro del campamento, Alejandro revisa un nuevo mapa sobre una mesa improvisada. Sus ojos se mueven con rapidez, midiendo rutas, estudiando posibles entradas, puntos vulnerables. Eleonora lo acompaña, de pie a su lado, con las manos apoyadas en la cintura, aún vestida con su armadura de cuero oscuro que resalta su figura esbelta y su fuerza.—No hay manera de enfrentarlos de frente —dice él, marcando un punto con el cuchillo sobre el pergamino—. Pero si conseguimos rodearlos aquí, justo antes de que crucen el paso de Eiran, podríamos cortarle el suministro a la tropa que viene detrás.—Y sembrar el caos entre ellos —completa ella—. Confundirlos. Separarlos.Alejandro la mira de reojo. Eleonora está tensa, pero enfocada. Cada día más guerrera, más reina. Ella sostiene su
El viento ha cambiado.Desde que dejan atrás los últimos riscos del paso de Eiran, Alejandro lo siente. El aire ya no huele a pinos ni a tierra húmeda. Ahora huele a hierro, a sangre anticipada. Hay un hedor sutil que parece emanar de la propia tierra.Esa noche, mientras el campamento de Elyndor duerme con sus centinelas alertas, una niebla espesa comienza a deslizarse entre los árboles. Nadie la ve llegar. Nadie la oye susurrar.Pero pronto, cada antorcha que toca se extingue. Cada caballo resopla nervioso, golpeando los cascos contra el suelo. Un murmullo, como miles de voces lejanas, flota en el viento, susurrando en lenguas olvidadas.Eleonora es la primera en sentirlo.Despierta de golpe, sudorosa bajo su manto de viaje. Su mano instintivamente busca el mango de su espada, aún antes de comprender por qué su corazón late como un tambor de guerra.—Alejandro —susurra, saliendo de su tienda.Él ya está afuera, completamente vestido, espada desenvainada, con la mirada clavada en la
El ejército liderado por Alejandro, Eleonora y los generales de Elyndor y Meridial siguen avanzando. Desean terminar con esta guerra lo antes posible, pero para esto deben acabar con los enemigos que aún no se enfrentan directamente.Pronto se encuentran con varios escuadrones que sin mediar palabra comienzan el ataque.Varias horas de lucha han transcurrido. Los soldados de Elyndor y Meridial, aliados en esta campaña desesperada, luchan codo a codo. Las filas de ambos reinos retroceden lentamente bajo el empuje implacable de los hombres de Borania y Lirven, que parecen inagotables.Eleonora apenas siente los golpes que repelen sus brazos, apenas oye los gritos de los heridos. Su mundo es acero y muerte.Ve a Sir Caden, uno de los mejores capitanes de Meridial, caer atravesado por una lanza negra. Un joven soldado de Elyndor, recibe un golpe brutal que lo deja inconsciente en el lodo.La línea tiembla.—¡No retrocedan! —grita Alejandro— ¡Por Elyndor!Pero los soldados están exhaustos.