La noche cae sobre Eltheas con un silencio apenas quebrado por el susurro del viento entre los árboles. En la habitación, Amaris se sienta en el alféizar de la ventana, los hombros tensos, el cuerpo rígido, los ojos clavados en un punto del horizonte que Edward no puede ver.
Ella está distinta. Más silenciosa, más profunda. Como si le hubiese sucedido algo que no quiere compartir. Y aunque él no sabe qué ocurrió en las horas que no estuvieron juntos, sabe que algo le ocurre.
Él la observa en silencio por unos segundos antes de acercarse. Su voz, baja y grave, la envuelve como un abrigo cálido.
—Ven… déjame ayudarte.
Ella no responde. Solo lo mira fijamente a los ojos. Él extiende la mano, y Amaris, como si al fin se rindiera, la toma.
Edward la lleva hasta el centro de la habitación, donde el fuego chisporrotea con suavidad. Se arrodilla frente a ella y le quita lentamente las botas, una a una, con cuidado. Luego sus dedos suben por sus pantorrillas, firmes pero tiernos, y su mirada s