Este no es un día cualquiera. Amaris y Edward están a punto de subir al carruaje. Se encuentran rodeados por los habitantes que, aunque intentan sonreír, no logran ocultar la tristeza en sus ojos.

—¿De verdad se tienen que ir? —pregunta María, una niña de grandes ojos miel, con las mejillas empapadas de lágrimas—. Dijiste que se quedarían hasta que me aprendiera todas las letras, y me falta la Z…

Amaris se arrodilla frente a ella, le acaricia el cabello y le ofrece una pequeña tablilla de madera con la letra tallada a mano.

—Aquí tienes la Z. Para que la lleves contigo y nunca la olvides —le dice con ternura—. Aprendiste a leer en menos de un año, María. Estoy muy orgullosa de ti.

A su lado, Edward intenta mantener la compostura, pero los niños lo abrazan por las piernas, por la cintura, y le cuesta contener la emoción. Uno de ellos, Matheo, un niño travieso que al principio ni siquiera hablaba, le entrega un dibujo.

—Es usted, profesor —dice con orgullo—. Le dibujé con su capa larga