La oscuridad era abrumadora, arrastrándome hacia un vacío donde el tiempo dejaba de existir. Todo estaba en silencio; las voces se convertían en ecos lejanos, y me sentía como si me alejara de la realidad en una espiral. En algún lugar de esa oscuridad, sentí una oleada de calor y dolor tan intenso que amenazó con consumirme.
Entonces, poco a poco, la luz empezó a abrirse paso. No era brillante ni cegadora, solo un tenue resplandor como los primeros rayos del amanecer asomándose entre las pesadas cortinas. Parpadeé, mientras mis ojos luchaban por enfocar el mundo que me rodeaba. El aroma estéril del antiséptico me llenó la nariz, y el sonido de las máquinas lo devolvió todo a su estado normal.
Estaba en un hospital. El bebé.
El pitido de la máquina se aceleraba a medida que el miedo, los pensamientos, todo, comenzaba a invadirme a un ritmo constante.
Intenté incorporarme, pero un dolor agudo me recorrió el abdomen y me hizo estremecer. "Cuidado", dijo una voz familiar, con dedos cálid