La noche estaba tan oscura que los árboles parecían paredes negras a su alrededor. El bosque se tragaba cada sonido, cada suspiro, cada paso tembloroso que daban.
Valeria sostenía a Gabriel casi por completo. Él apoyaba su peso sobre ella, respirando con dificultad. El niño caminaba pegado a su costado, agarrado a su abrigo con una fuerza desesperada.
—Mamá… tengo frío —susurró.
—Ya casi encontramos un lugar seguro, mi amor. Aguanta un poquito más —prometió, aunque no estaba segura de a dónde iban.
Las ramas húmedas le raspaban los brazos, pero ella no soltaba a ninguno de los dos.
De pronto, el bosque se abrió hacia un claro. La luna asomaba entre las nubes, iluminando una pequeña construcción abandonada: una estación de guardabosques vieja, hecha de madera y metal oxidado.
Gabriel la señaló con un hilo de voz.
—Ahí… podemos descansar… un momento…
Valeria dudó. Podría ser peligroso. Pero él no resistiría mucho más.
—Está bien. Solo un minuto —decidió.
Empujó la puerta, que se abrió c