Esa mañana, Gabriel se levantó temprano. Preparó el desayuno con cuidado, recordando pequeños detalles que había oído de Flor, como su café con leche y tostadas con un toque de mermelada de durazno. Los niños también tuvieron su yogurt con cereales y frutas. Cuando Flor apareció en la cocina y lo vio, sus ojos reflejaron una mezcla de sorpresa y gratitud.
—¿Todo esto lo hiciste tú? —preguntó, apoyándose en el marco de la puerta.
—No es gran cosa. Solo quería que tuvieras un buen inicio de día —respondió Gabriel, tratando de sonar casual, aunque su voz lo traicionó con un leve temblor.
Por un momento, sus miradas se encontraron. Gabriel sintió algo cálido en su pecho, algo que hacía mucho no sentía.
El desayuno fue perfecto. Tranquilo. Casi mágico. Por un rato, todo parecía estar en su lugar. Los niños reían mientras inventaban historias sobre los trozos de fruta en su plato. Flor se reía, relajada. Gabriel se preguntó si algún día podría verla así siempre: sin cargas, sin preocupacion