EL DETECTIVE SEDUCIDO
EL DETECTIVE SEDUCIDO
Por: Demian Faust
I

Miré, y he aquí un caballo pálido, y el que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Infierno le seguía; y le fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con espada, con hambre, con mortandad, y con las fieras de la tierra

Apocalipsis; cap. 6 ver. 8.

 La muerte del Padre Gustavo fue particularmente inusual y extravagante. Su cuerpo, horriblemente mutilado, fue encontrado por uno de los monaguillos de la parroquia en que éste se desempeñaba como cura, enterrado en un agujero en el suelo cubierto de hielo hasta el cuello. Su cabeza había sido golpeada por el pomo cilíndrico de una balanza la cual fue dejada a un lado del cuerpo y todavía tenía sangre en el metal. Este fue probablemente el primer golpe que se usó para despojarlo del sentido. Luego se encontraron cuatro flechas clavadas en su carne, una serie de cortes por parte de una guadaña afilada que terminó clavada en su hombro, y una espada enterrada en su vientre.

 En todo caso, ninguna de las heridas anteriores al corte en el abdomen fueron fatales, todas fueron planeadas específicamente para causar dolor. Luego estaba el asunto del enterramiento en hielo; si bien la herida abdominal le provocaría la muerte lentamente, el hielo haría que esas últimas horas fueran aún más agónicas y tomentosas.

 La faena de tortura y homicidio comenzó la noche del jueves 31 de octubre de ese año y se extendió hasta la madrugada del día siguiente.

 Es decir, alguien había planeado el homicidio de manera muy metódica y simbólica, cerciorándose de que la muerte del párroco fuera lo más lenta posible y torturándolo de previo. ¿Quién podía odiar tanto al viejo sacerdote como para matarlo de forma tan brutal?

Claudia Sarmiento asistió muy entusiasmada al "chivo" donde tocaba su novio Óscar. Claudia era una joven de 16 años, de cabello negro y lacio que solía usarlo con dos ajustadas colas que le llegaban a los hombros, sus ojos eran verdes y penetrantes, de mirada astuta y que proyectaba un fuerte carácter. Su piel blanca era resaltada por la negrura de su maquillaje y pintura de labios y vestía un sobrio traje negro con tirantes y minifalda de una sola pieza que dejaba al descubierto sus hermosas piernas adolescentes, altas botas hasta la pantorrilla con muchas cadenas y fajas, guantes de encaje negros que le llegaban al codo y un pentagrama invertido pendiendo de su cuello.

 Su novio, el vocalista de la mediocre banda que tocaba estridente música metal en la tarima del sobrepoblado bar rockero, le llevaba diez años, era alto y musculoso, de piel blanca y cabello largo peinado hacia atrás y sostenido en cola, cuyo torso robusto estaba desnudo y mostraba sus fornidos pectorales tatuados como sus brazos llenos de músculos.

 Una vez que el sudoroso músico y el resto de su agrupación terminaran su presentación recibiendo lacónicos aplausos de cortesía, Claudia pasó el resto de la velada compartiendo con su novio y amigos. Y mientras una extensa procesión de cervezas iba a parar al estómago de Óscar una tras otra, ella evitaba consumir bebidas fuertes y se conformaba con algún trago liviano.

 El bar cerró y el grupo de amigos prosiguió su conversación en la acera. A su manera, Claudia encontraba aquello monótono e insípido, además de que odiaba el hedor a cigarro de sus amigos y la banal laxitud de las conversaciones monotemáticas, pero cualquier lugar era mejor que su casa...

 No obstante, el regreso resultaba inevitable. Así que finalmente se encaminó al lugar en compañía de su novio. Sus padres, ó mejor dicho, su madre y padrastro, no consentían la relación con él así que éste la dejaba a una cuadra de su hogar.

 En cuanto se adentró a la oscura estancia, notablemente picada por el licor, las luces se encendieron y contempló el furibundo y reprochador rostro de su madre. La madre no era tan mayor como parecía pero se había avejentado por un descuido total a su apariencia y una tendencia a la autodestrucción. Era una fanática religiosa que solía sermonear a su hija con Biblia en mano mientras señalaba con dedo acusador, y esa noche no fue excepcional...

 —¡Claudia! —bramó— ¿Que le pasa? ¿Por que viene a estas horas? ¡Cuantas veces le he dicho que deje de andar en esos malos pasos! ¡Me preocupo mucho!

 —A usted sólo le preocupa lo que digan los vecinos —reclamó la joven con un tono anacrónicamente maduro— no yo. ¡Y ya déjeme en paz!

 —¿Qué pasa? —se escuchó súbitamente la pregunta airada por parte del padrastro que se despertaba.

 —¿Ves? —preguntó la madre con tono de ruego— ¡Tu papá se va a molestar!

 —¿Y a mí que me importa? —respondió con un grito la joven— ¡Ese hijueputa no es mi papá!

 —Pero Claudia...

 —¡Que raro vos! ¡Siempre complaciendo a tu esposo! ¿verdad? ¡Siempre preocupada por que el esté feliz! —la madre la abofeteó, justo entonces el padrastro salió del cuarto y Claudia lo encaró como recordándole una verdad abominable. El padrastro guardó silencio y bajó la mirada.

 Claudia se introdujo rápidamente en su habitación y cerró la puerta, comenzando a sollozar. Cubrió su rostro con sus manos mientras amargas lágrimas bajaban por su mejilla y cuello, recostó su espalda contra la puerta y se fue resbalando quietamente hasta quedar sentada sobre el suelo, rodeada de brumas y soledad.

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