III

Claudia pretendía ahogar el dolor en fiestas y salidas, pero pronto las compañías se volvieron antipáticas y las conversaciones cansinas. Buscando nuevos estímulos con los cuales ocultar su lacerante dolor, recurrió a los tóxicos y el alcohol. Bajo el efecto de varias bebidas y dos rayas de cocaína, Claudia observaba a las personas que bailaban en la fiesta rave con movimientos frenéticos estimulados por repetitiva música electrónica y luces intermitentes. Sus amigas estaban cerca pero su murmullo se escuchaba distante como un eco del pasado.

 Observó a una bella muchacha, seguro igual de joven que ella, bailando suntuosamente con algún tipo estúpido. Contorsionando su espalda lo que destacaba sus abundantes pechos, y ladeando las firmes caderas cubiertas por una tallada minifalda. "¿Con cuántas mujeres habré estado?" se preguntó "¿Habrán sido más que los hombres? Mmm. No, no creo. No más que los hombres. ¿Con cuántos hombres me he acostado? ¿Diez? ¿Veinte? ¿Cincuenta? ¿Cien?" Y mientras hacía una especie de inventario sexual mental retrocedió y retrocedió hasta llegar al primero. Turbios pensamientos cruzaron por su mente, recuerdos espantosos y fustigantes que atravesaban el alma como dardos emponzoñados.

 —¡No! —exclamó más para si misma. Debía acallar esos recuerdos. Se terminó el trago de golpe y le pidió al barman —que también dispendía droga— algo más fuerte que la coca. Una tableta púrpura como una menta le fue entregada en la mano a cambio de un precio que ya no recordaba, y la tragó rápidamente. El éxtasis pareció surtir efecto.

 Entonces escogió al mejor candidato, ó quizás al primero que se le cruzó por el frente. Dejó a las amigas y salió a bailar con algún desconocido, con el cual terminaría acostándose —ella lo sabía, y sus amigas también, y quizás todo el mundo lo sabía hasta Óscar, el novio formal que no había ido a la fiesta pero la conocía.

 —La sección de Crimen Organizado —me dijo Córdoba esa mañana en la oficina— tiene un informante dentro de la mafia de Eddy el Dominicano y confirmó que él y Tatiana Pérez son amantes.

 —Suena como una sospechosa fuerte. Tiene vínculos con la mafia y las organizaciones mafiosas son reconocidas por su ritualismo al ejecutar venganzas y sentencias. Puede que el propio Eddy el Dominicano y sus subalternos mataran al Padre Gustavo como un regalo especial para su noviecita.

 —No te apresures —me dijo Córdoba— según los registros telefónicos el Padre Gustavo recibió tres llamadas provenientes del Convento de Santa Soledad, una de ellas un día antes de su muerte.

 —¿Y?

 —Que Eduviges García todavía vive en ese convento…

 —¡Ah caray!

 —Por alguna razón el Padre Gustavo despachó a los guardas de la parroquia el día de su muerte. Él explícitamente ordenó al personal que se fuera dejándolo solo en la iglesia. Esto lo hizo voluntariamente desde el día anterior. Además no hay evidencias de violencia en su casa lo que hace suponer que llegó a la parroquia intencionalmente.

 —Iba a reunirse con alguien. Con alguien que guardaba un secreto que él no quería que se supiera…

 —¡Exacto!

 Pocas horas después nos apersonamos al Convento.

 La hermana Eduviges era el opuesto de su antigua compañera de noviciado y bailarina exótica. Aunque debía tener cuarenta años lucía más avejentada, tenía la cara regordeta y caminaba levemente encorvada tras muchos años de orar con la cabeza baja. Se movía de forma lenta y trabajosa como si acarreara algún peso terrible.

 —Sé por qué están aquí —nos dijo mientras los tres nos adentrábamos a la capilla— me enteré de la muerte del Padre Gustavo, como es lógico. Siento mucha pena por la forma en que murió. Yo perdoné al Padre hace muchos años y no le guardo rencor. El Señor cambió mi vida y llegué a la conclusión de que lo sucedido fue una prueba de Dios. Rezo por el alma del Padre Gustavo y espero que esté gozando de Dios.

 —El Padre Gustavo cometió el pecado de la lujuria —dije— y se dejó llevar por sus deseos carnales, satisfaciendo sus más oscuros instintos. ¿Usted cree que un degenerado sexual irá al Cielo?

 Mis palabras pusieron tensa a la monja, quien apretó los puños de sus manos y palideció.

 —Sólo Dios puede juzgar…

 —¿Por qué llamó al Padre Gustavo tres veces en las semanas previas a su muerte —preguntó Córdoba— incluyendo una llamada el día anterior?

 —Yo nunca llamé al Padre Gustavo.

 —Tenemos registros telefónicos de tres llamadas al celular del sacerdote que provenían de este convento…

 —Hay 72 monjas viviendo aquí ¿Cómo sabe que fui yo? Es perfectamente natural que un sacerdote católico reciba llamadas desde un convento de monjas ¿no? Quizás alguna de mis compañeras tenía algún asunto que tratar con él. Pero tendrían que preguntarla a las 72. ¿Algo más en que les pueda ayudar?

 —¿Dónde estuve el 31 de octubre pasado?

 —Pasó aquí todas las noches. Es evidente que no salgo mucho. Las autoridades del convento podrán dar fe de mis palabras.

 Nos despedimos de la monja y nos redirigimos al automóvil.

 —¿Cuál sigue en la lista? —pregunté.

 —Rosario Jiménez. Actualmente está casada y es abogada. Su esposo se llama Alberto Coto, y trabaja para una empresa privada que brinda asesoría en informática para diversos bancos, comercios e instituciones estatales como la Aduana. Su caso es al revés; hace cinco meses y medio recibió una llamada a su celular desde la oficina parroquial del Padre Gustavo.

 Rosario Jiménez vivía en unos residenciales de clase media alta. Sus hijos pequeños de seis y diez años jugueteaban en el jardín. Tocamos la puerta y nos abrió el marido, un sujeto delgado aunque con panza cervecera, de gruesos anteojos y calvo, aunque perfectamente rasurado.

 —¿Don Alberto Coto? —preguntamos.

 —Sí.

 —Somos David Cortés y Rosa Córdoba, investigadores judiciales, ¿podemos hablar con su esposa Rosario?

 —Claro, un momento —y de inmediato la llamó.

 —¿En que puedo ayudarlos? —nos preguntó Rosario aún al lado de su esposo. Rosario Jiménez era una mujer muy atractiva. Su cuerpo se había preservado firme y delgado aún con dos partos, tenía el cabello rubio hasta los hombros y ojos claros. Vestía en ese momento de manera informal, con pantalones de mezclilla y blusa blanca sin mangas.

 —Es un asunto sobre el Padre Gustavo —dije y la mujer abrió mucho los ojos y pareció estremecerse.

 —Dame un chance a solas, mi amor —dijo a su esposo— este es un asunto de unos clientes y es confidencial. —El marido obedeció retirándose de la escena. —Por favor, mantengan la discreción. Mi esposo no sabe nada de lo que sucedió y no quiero que lo sepa…

 —¿Por qué? —pregunté— ¿Es un hombre violento y celoso? ¿Actuaría con ira en caso de enterarse de lo que sucedió?

 —¡No! Mi esposo es un santo. Pero no es algo que quiero que sepa.

 —El Padre Gustavo murió asesinado el jueves pasado —recalcó Córdoba.

 —¿Y asumen que yo lo maté?

 —No hemos dicho eso —contestó Córdoba.

 —Miren, es verdad que el Padre Gustavo me violó hace veinte años. A mí y a varias de mis compañeras. Y no sólo una vez. Él abusó de nosotras durante mucho tiempo muchísimas veces. Pero ya lo he superado. Fui a terapia, me casé, saqué mi carrera en la universidad. Ahora hasta de vez en cuando defiendo a acusados de violación. ¿Por qué abría de arriesgar mi vida, mi esposo, mis hijos, etc., por algo que está enterrado en el pasado?

 —Usted recibió una llamada del Padre Gustavo hace cinco meses —mencioné— ¿De que hablaron?

 —Mi esposo y yo estamos pensando cambiar a nuestro hijo del lugar donde hace la catequesis. Somos católicos. Así que estuve llamando a varias parroquias para que me recomendaran un buen lugar de catecismo. Por esas casualidades de la vida, el Padre Gustavo me llamó porque es un reconocido catecista y le habían dicho que yo andaba buscando uno. Él no recordaba quien era yo. Con permiso, estoy muy ocupada…

 —Una cosa más —la detuvo Córdoba— ¿Dónde estuvo el 31 de octubre?

 —Con mi esposo. Él podrá confirmarlo…

 —Tres menos y faltan dos —dije una vez que nos montamos al vehículo. Córdoba atendió su celular.

 —Falta una —me corrigió Córdoba una vez que colgó— según los registros Cecilia María Álvarez está muerta. Se suicidó tres meses después de que las denunciantes en el caso del Padre Gustavo decidieran retirar la demanda a cambio de una indemnización financiera. Sus padres murieron por causas naturales hace años, cada uno en diferentes fechas y no tenía hermanos.

 —Bueno, entonces sólo nos resta interrogar a Natalia Valverde ¿alguna idea de donde ésta?

 —Aún no hemos dado con su dirección.

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