Margaret podía sentir el calor del abrazo de Lucien aferrado a su piel, ese olor inconfundible que alguna vez la hizo sentir protegida y amada. Por un instante, quiso rendirse, dejar que aquel recuerdo la envolviera, pero la razón fue más fuerte. Sus ojos se llenaron de lágrimas temblorosas mientras lo empujaba con suavidad, obligándose a respirar.
—Lucien… —susurró, la voz quebrada—. No puedes hacer esto, es injusto de tu parte.
Él la miró, confuso, con las cejas fruncidas y la mandíbula tensa.
—No entiendo qué quieres decir.
—Lorain —pronunció su nombre despacio, como si doliera—. No puedes venir a mi puerta y hablarme de amor cuando todavía está ella.
Lucien se quedó inmóvil unos segundos. La mención del nombre de Lorain lo endureció. Su mirada perdió ese brillo vulnerable que había mostrado momentos antes.
—Lorain es diferente —dijo finalmente, con un tono bajo, casi defensivo—. Necesita que la cuide. Tengo la obligación de hacerlo.
Margaret soltó una risa amarga.
—¿Obligación?