—Ahora… hermanos y hermanas, ha llegado su turno —dijo el sumo sacerdote, el cual empezó a limpiarse sus manos con un pañuelo que Miguel le entrego.
—Jacob… ahora veras el verdadero espectáculo —dijo el doctor Nelson.
— ¡Ahora limpien las almas de estos impuros! ¡Límpienlas atreves del dolor! —grito el sumo sacerdote.
La multitud encapuchada empezó a rugir después de oír estas últimas palabras del sumo sacerdote, y empezaron a correr en dirección hacia el grupo de personas encadenadas y vigiladas por los guardias uniformados.
Las personas encadenas empezaron a gritar de miedo y trataron de huir, pero de