27. La pista.

Ana se quedó petrificada, había visto como el alma se le escapaba del cuerpo al hombre, ella lo había visto morir, vio como aspiró su último aliento y como el aire salió con el frio de la muerte.

—No— susurró y la voz le salió entre cortada y sin fuerza. Sintió como unas manos la agarraron por la cintura y la levantaron del suelo. Ana se miró las manos manchadas de la sangre del hombre y se limpió en el pantalón, los ojos se le llenaron de lágrimas y le impidieron ver algo más allá de los dedos enrojecidos y goteantes —lo mataron —dijo, pero no reconoció el sonido de su voz. Había gritos alrededor y las manos en su cintura la seguían llevando lejos del cuerpo inerte que tenía los fríos ojos calvados en Ana.

Alguien le habló, pero Ana no era capaz de entender lo que decía, era como un rumor lejano, como el sonido de un rio, inentendible y lejano. Las manos que la tenían sujeta de la cintura la tomaron de los hombros, la voltearon y se encontró con el rostro pálido de Eduardo, los ojos
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