—Gabriel, ¿qué hiciste?
Isabella apretó los dientes, su voz cargada de un tono lastimero.
Amaba el arte, disfrutaba de los títulos, la gloria y la sensación etérea que le brindaba la adulación.
Era la niña mimada del mundo del arte, desde su debut todo había sido viento en popa. Varios maestros de primer nivel se acercaron para aceptarla personalmente como discípula, asombrando al mundo.
Siempre había creído que era una niña prodigio, poseedora de un talento artístico innato.
Pero todo eso se había hecho añicos hoy.
Todas las asociaciones la habían expulsado, todos los maestros le habían dado la espalda, desterrándola de sus linajes.
Esto significaba que su camino en el arte estaba bloqueado.
Con las palabras de esos grandes personajes, nadie volvería a aceptar sus obras.
Dijeron que sus obras eran mediocres…
¡Eso era una sentencia!
Como una maldición, sería casi imposible que la rompiera.
Isabella atribuyó todo su resentimiento a Gabriel.
—Lo que siembras, cosechas —dijo Gabriel con i