La exposición global de César fue un gran éxito, y pronto llegamos a Usia.
Cuando él sacó del aeropuerto con mi maleta, nos rodeó enseguida un grupo de periodistas.
Entre ellos, algunos intentaban sacar información sobre mí y Jaime, pero César los rechazó.
En ese momento, una figura demacrada entró en la multitud sosteniendo un cuadro.
Era Jaime, con la barba desaliñada.
Era el cuadro del atardecer en París que yo había destrozado el día que dejé el estudio de pintura, ya fue reconstruido con pegamento.
Ignorando las miradas de todos, Jaime se arrodilló y suplicó:
—Rosa, ¿recuerdas nuestra promesa? Fue mi culpa, lo arruiné, ¡así que revisé todos los basureros y pasé un mes sin dormir para reconstruirlo!
—Mira, he hecho tanto por ti, el cuadro ya está como nuevo, ¿podemos volver a estar juntos?
¿Volver a estar juntos?
Mis ojos se posaron en el cuadro lleno de grietas torcidas.
Las cicatrices ya estaban ahí, y no podíamos fingir que nada había pasado.
Los sonidos de los obturadores de la