Ambos reían y bromeaban; en el rostro de mi esposo vi una ternura y un cariño que hacía mucho no veía.
Me quedé allí, mirando sus siluetas alejarse, con el corazón lleno de amargura. Ese era el hombre al que había amado durante diez años, el padre de mi hija. Todo mi amor había sido en vano.
Mi visión se volvió borrosa, y de repente escuché una voz familiar:
—Señora, ¿necesita… ayuda?
Volví la cabeza y vi a Carlos. Llevaba dos bolsas de la compra y estaba parado a poca distancia. Al ver mis ojos rojos, se sorprendió, pero con delicadeza me ofreció un pañuelo.
—Para que se limpie.
Me sentía desorientada y, con un gesto, intenté irme hacia el coche. Carlos me agarró del brazo, con una mirada de preocupación que no entendía: —Déjeme llevarla a casa.
Su actitud me llenó de decepción. Un desconocido se preocupaba por mí, mientras que la persona más cercana me había traicionado. Antes me había sentido culpable por casi cometer un error, pero ahora mi perseverancia parecía una broma.
No dejé