El sol comenzaba a descender, tiñendo de oro el horizonte sobre la playa de Brasil. Las olas rompían con suavidad, como si supieran que ese día no hacía falta hacer ruido, solo acompañar. La brisa salada acariciaba la piel como una vieja amiga, y las gaviotas sobrevolaban perezosamente el cielo teñido de rosa.
Aidan estaba sentado sobre la manta extendida en la arena, con una mano apoyada detrás de él y la otra entrelazada con la de Olivia. Ella, con su sombrero de paja y la mirada serena, sonreía mientras observaba a su bebé, que se revolcaba alegremente sobre la manta, balbuceando palabras que aún no existían, pero que ellos comprendían como si fueran poesía.
—Mira cómo habla con las olas —dijo Olivia, con la voz bañada en ternura.
—Tal vez las olas le respondan —bromeó Aidan, observando los pequeños dedos que se alzaban hacia el cielo como si pudieran atraparlo.
El pequeño emitió un chillido suave, una especie de risa que les hizo reír a ambos. Aidan se inclinó hacia él y le hizo c