Cap. 1.3

     Domingo por la mañana, hora de la santa misa, dentro de una carroza, Marie y Samara se dirigen hacia la catedral para recibir la palabra, la gente con carretas llenas de mercancías y otros productos, contemplaban desde las ventanillas la pintoresca aldea, el olor a tierra húmeda, sudor y la peste de los animales arrastrando cargamentos de lo que fuera que estuvieran llevando, gente gritando, ofreciendo de sus mercancías, otros conversando con otras personas, otros regateando con mercaderes, toda clase de personas acaparando las calles, mujeres, niños, borrachos, indigentes, todo un bullicio de un pueblo en todo su apogeo y ganas de surgir.

     Los primeros indicios del invierno acercándose se hicieron sentir, el respirar se volvía niebla en el rostro de Samara, abrigadas con pieles y vestidas con sus joyas, vestidos de algodón y seda de un azul pálido y un collar de esmeraldas adornando sus cuellos, acompañados con un corsé bien ajustado para denotar sus figuras, madre e hija iban a juego en sus vestiduras, escoltadas por dos guardias, uno a cada lado de la carreta.

     Los feligreses comenzaron a congregarse en la entrada de la catedral, y una vez fuera de la carroza, en espera de que las puertas de la catedral se abrieran, Samara se levanta sobre las puntas de sus pies, estirando su cuello recorre con la mirada sobre las cabezas de todos los presentes, e inesperadamente, algo, o mejor dicho, alguien en particular llamó toda su atención, el tiempo se detuvo en ese instante.

     Un hombre, si, un hombre entre toda esa gente, su cabello totalmente blanco, tal vez fueran canas, no, no eran canas, es su cabello natural, blanco y brillante como la más fina seda, no pudo divisar bien su rostro, estaba de espalda.

     Lentamente el hombre se comienza a girar y Samara estrecha la mirada, preparándose para detallar el rostro de aquella persona, pudo ver cuan amplia era su espalda, era un hombre muy fuerte sin duda, al detallar su perfil, pudo notar los rasgos cincelados de su rostro, no pasaba de los cuarenta y su belleza tampoco pasaba desapercibida, labios finos, aspecto mordaz y muy atractivo, una belleza que no se comparaba con ningún hombre de su aldea, era un extranjero sin duda, sus ojos, sus ojos parecían brillar con la luz, ojos de un azul infinito, un azul tan claro que se comparaba con el azul del cielo del invierno o el azul del más frío hielo, esos mismos ojos yacían posados en ella ahora, como un predador.

     El hombre comenzó a caminar entre las personas, se podría decir que, acechando, llevando un abrigo negro de cuero de cuello alto, su cabello bien cuidado y cortado. Hasta que, en un punto, entre las personas, el hombre desaparece de su vista, volviendo el tiempo a su cauce y normalidad.

     Marie, su madre, le hablaba, pero Samara solo tenía ojos para aquel extraño hombre, que con tanto interés buscaba entre la muchedumbre, ¿Dónde se había metido?

     De pronto reacciona ante las palabras lejanas que ahora se volvían más fuertes, era la voz de su madre. Parpadeando de un espabile, Samara reacciona. ─ Hija, Samara, ¿Me estás escuchando?, avanza, ya todos están entrando ─ Si, madre ─. Farfulló Samara.

     Todos, uno a uno, los feligreses fueron entrando y tomando cada uno sus respectivos lugares, desde luego, Samara y su madre fueron guiadas y llevadas a un palco exclusivo en la parte superior de la catedral, siempre con ambos guardias postrados en cada lado.

     Por más que intentó buscar entre la gente disimuladamente, no pudo dar con él, su madre notó lo inquieta de su hija. ─ ¿A quién buscas? ─. Samara se tensa ante la pregunta, y disimuladamente coloca sus manos sobre su regazo, tratando de mostrar una expresión de lo más neutral posible. ─ A nadie en especial, madre, creí… haber visto a alguien familiar ─ ¿Los padres de Couslan quizás? ─. Pregunta su madre enarcando una ceja de no estar para nada sorprendida. ─ Si, madre ─.

     Samara mintió, por un segundo sintió una pequeña punzada en su corazón, por primera vez había mentido a su madre, la cual, confió tanto en ella, mintió y para rematar dentro de una iglesia, Samara traga saliva ante aquellas palabras. Prestando atención a la misa, trata de distraerse para no pensar en aquel extraño.

     Otra noche, otra escabullida a las celdas a ver a Couslan, ya no tenía rastros de golpes, ni de magulladuras, pero si un rostro demacrado por las sombras y la falta de sueño. ─ Ten… come ─ Vas a lograr que nos maten ─. Reprende Couslan susurrando, aceptando las cosas que le había llevado Samara. ─ Ya logré convencer a mi padre de sacarte de aquí ─ (bufido) ¿De verdad lo convenciste? ─ Si ─ ¿A cambio de qué? ─ (silencio) ─ ¿A cambio de qué, Samara? ─. Samara se muerde el labio inferior, debatiéndose en contestar. ─ De casarme con Darrel Morrel ─ ¡¿Qué?! ¿Acaso te volviste loca? ─. Protestó entre susurros. ─  ¡¿Qué podía hacer?!, Era eso o dejar que te pudras aquí ─ Prefiero lo segundo que verte con ese… con ese… (gruñido de frustración) ─ Lo lamento, pero no quiero verte aquí, así que solo se me ocurrió eso ─ No cubráis a vuestro padre, sé lo mucho que él anhela verte bajo las sábanas de Darrel y que le des muchos nietos, la familia Morrel es muy poderosa, no es de extrañarme su insistencia ─ Couslan… por favor ─.

     La voz de Samara era un susurro de sollozos. ─ Gracias por lo que me has traído, Samara, pero si no es mucha molestia y quiero que me disculpes, pero necesito estar solo ─ Couslan… ─ No estoy molesto con vos, es por vuestro padre y sus caprichos ─.

     Couslan volvió a ocultarse entre las sombras, escondiendo lo que Samara le había traído, en el momento que Samara sorbe por la nariz levantándose, una pregunta de Couslan le detuvo en el acto. ─ ¿Para cuándo es la boda? ─. Samara muestra una mueca en sus labios. ─ Para el solsticio de verano ─. Al ver que no hubo más nada que decir, Samara se da media vuelta, enfilándose a su habitación.

     Reflexionando por los pasillos, Samara caminaba a pasos raudos, ya estaba harta de llorar, quería hacer algo con su vida, y nada le salía como ella quería, nada, su amigo sumergido en una fría y sucia celda, su hermano lejos de ella, un amargo matrimonio arreglado, solo con la esperanza de que ya se acercaba la fecha donde recibiría la visita de su mejor amiga de Francia, su amiga Sophie Gerald, era lo único que la mantenía en pie.

     Parada en el balcón de su habitación, contemplando la noche estrellada, se sumergía en sus pensamientos, tomó una fuerte bocanada de aire frío llenando sus pulmones para dejar salir todo su dolor en un largo y prolongado suspiro. Guardias postrados bajo su balcón, lanzaban miradas hacia su ventana, de pronto aparece una luz cerca de los muros que delimitaba su casa con el resto de la aldea, Samara juró por un momento que esa luz se detuvo apenas ella posar su vista sobre aquel resplandor y que esa luz le devolvía la mirada, Samara agita su cabeza un poco cerrando los ojos, se los estruja para volver a enfocar su visión en la extraña luz, pero para ese entonces, ya había desaparecido. ─ Debo estar volviéndome loca ─. Se dijo Samara para si misma cerrando las puertas de su balcón dispuesta ir a dormir.

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