Ánimos y esperanzas

Siempre me fascinaron las historias de los diarios nacionales, en especial, la sección de sucesos y deportes porque encontraba en las letras un ambiente acogedor. Aprendí a leer a los seis años, algo nada espectacular, desde ese momento no me detuve. También me gustaban las narraciones orales de mis abuelos, cansado de los mismos cuentos de horror seguí con el hechizo de los diarios. Mi padre después de hojear el papel impreso lo dejaba en la mesa de la sala, y, como sabía que era adicto al papel periódico, él se hacía el disimulado y se marchaba a su cuarto o al patio para dejarme tranquilo con mis amados diarios. Los tomaba para llevármelos al colegio y, leerlos en el recreo.

            Los profesores consternados por mi actividad obsesiva llamaron a mis padres y les dijeron que debían asistir a una reunión para hablar de mi “problema”. Mis padres asistieron nerviosos a la sala del profesor porque tal vez pensaban que había reprobado alguna clase, sin embargo, al contarles que me aislaba de los demás niños para leer los grandes periódicos afuera de la aula de clase, mi papá soltó enojado un manotazo en el escritorio del profesor y le gritó reclamándole que le hacía perder su tiempo valioso. El profesor apeló a mi madre, ella enaltecida también le contestó al profesor diciéndole que era un irrespetuoso por llamarlos para semejante estupidez. Después de todo el alboroto el profesor llegó a un acuerdo con mis padres. Pactaron que podía leer los periódicos todo lo que quisiera, pero solo tres veces a la semana, los otros dos días de clase debía salir a jugar con mis compañeros.

            Era incapaz de detenerme y soñar que leía periódicos era aún mejor. Después de algunos años cuando aprendí un mayor léxico pasé a la sección de Opiniones. Y, ahí hubo una inflexión en mi cerebro porque empecé a comprender cómo funcionaba el país. Las opiniones eran variadas, desde política, economía y teología. Así que aprendí diferentes temas, y a los catorce años debatía con mis padres sobre la revolución que sucedió en los ochenta. Y, en la secundaria tuve que guardar silencio debido a las posiciones de los profesores.

            Fue hasta 1990 cuando por fin se acabó la guerra y, me gradué de la universidad con honores consiguiendo una pasantía en La Prensa como corrector de estilo. Era un trabajo que me agradaba porque leía los textos puros de los grandes periodistas de la época. Poco tiempo después me ascendieron a reportero de sucesos y debía escribir una nota sobre cualquier cosa que sucediera en la ciudad.

            Descubrí que los sucesos no me atraían tanto como las crónicas monumentales de mis colegas que eran unos dioses. Y, me atreví a escribir a una crónica sobre raperos de principios de los rockeros. La idea se me ocurrió luego de escribir un suceso sobre un rapero que sufrió un accidente en una moto. Le pedí sus datos y, me dio hasta su dirección de domicilio.

            Lo busqué y empezamos a hablar de rock, me llevó a la casa de unos amigos para escuchar sus ensayos de la banda. Como a mi jefe le gustó la crónica la publicaron a la semana siguiente. Y, así fue como me inicié en el mundo del periodismo y específicamente en la escritura de crónicas literarias.

Gerardo Valdemar, Bluefields, 2006

                       

Una tarde ominosa

La muerte afina su violín

La muerte dice: ¡voy a tocar

una danza viaje que no tendrá fin,

en el aire, en la tierra, en el mar!

Salomón de la Selva

La muerte rondaba las calles malolientes de Managua, y en un suspiro se llevó al escritor Lizandro Chávez Alfaro luego de luchar durante meses contra un cáncer. Muchos colegas periodistas y escritores reconocidos estábamos consternados por ver partir al titán de la narrativa nicaragüense. Un titán porque su narrativa refleja la invención magnifica de especulación histórica, esa especulación que va más allá de explicar con palabras el imaginario colectivo. En el bagaje común, es decir, los estudiantes de secundaria creen esas historias de sus libros como si fueran reales, como si esa ficción de sus libros superara la realidad epistemológica. No sabemos a ciencia cierta la realidad histórica, existen infinitos artículos en cuanto a Sandino y la Zona Caribe de Nicaragua. Esos sucesos que relató y retrató nuestro escritor de Bluefields, parece que superan los anales históricos. Hace tiempo debatí este tema con un amigo graduado de filosofía, llegamos a un punto, mientras tomábamos ron, que, Lizandro podría ser un espectro que investigó al hartazgo la historia nacional y se decidió por reescribirla y recrearla de tal manera que provocara confusión en todo el ámbito histórico nacional. Incluso los extranjeros podrían decir que Lizandro escribió una historia alterna de la cultura nicaragüense y hasta podría dar por sentado que esos relatos de Los monos de San Telmo son parte de la historia epistemológica del país. Un análisis profundo de la selva y la lucha campesina vertida en las letras para despertar el espíritu investigador y el espíritu literario de los nicaragüenses.

             A pesar de eso, la vida continuaba con su tedio y banalidad, no en mi caso, porque me mandaron a cubrir una crónica en Bluefields, ciudad natal de Lizandro, tal como había mencionado. Eso era un gran alivio a la tristeza que cargaba por la muerte del maestro, de esa manera iba a trabajar en algo sublime, en cuanto a ese sentimiento, era porque, en primer lugar, viajaría con mis herramientas periodísticas. Y, me emocioné tanto que se me ocurrieron las historias más hilarantes en cuanto a la vida del escritor. Historias como su vida de pintor, que en definitiva, desistió para entregarse a la escritura.

            La lectura, como he dicho, ha sido mi salvación para mi mente, no estoy tan atormentado por mis demonios, pero cuando pienso en leer, lo único que quiero es escudriñar las frases y los enunciados que se muestran en los textos.  Cuando terminé de cursar la universidad ya había leído Los monos de San Telmo, y pude maldecir al cazador Rock Copper. Es un libro entrañable, un libro que desgarra cualquier corazón sensible. También pensé en el perro “Bazuca”, y mientras esperaba la hora del vuelo a Bluefields leí esos relatos. Cuando dio a hora de partir, me armé de valor para decidirme por subir a la temible avioneta de la aerolínea La Costeña, famosa por las caídas en la mera pluvioselva.

            La avioneta empezó a arrancar y pensé en mi empleo. Durante años he escrito crónicas para La Prensa y El Nuevo Diario, pero nunca me había ensimismado tanto por una nueva travesía. La fascinación y el culto por la figura de un escritor tan amado como Lizandro era el motor de mi inspiración. Y, quería dar lo mejor de mí mismo al menos como periodista, porque como escritor de ficción carezco del despliegue creativo, algo que solo genios como Lizandro tienen. La creación artística, esa consciencia que determina si una obra es de valor, para mí era esencial comprender que nunca tendría esa oportunidad, es decir, la oportunidad de elucubrar una historia que condensara los pensamientos más viscerales acerca de una ficción. Y, me refiero a una ficción que estremezca los sentidos de los lectores, no solo de los lectores de café, sino de los académicos y que los estudiantes escriban monografías al respecto. Pienso que esa es la manera de escribir para exaltar las letras, pienso que esa forma de escribir con furia y hambre es la correcta. Furia y hambre por superar las lecturas clásicas, furia y hambre por escribir un libro que nunca hemos leído, o tal vez, solo es un comentario al comentario de una lectura, como se ha hecho desde El Quijote.

            La turbulencia fue constante desde que la avioneta alzó vuelo, pensé que íbamos a caer en pedazos, me contuve el vértigo y, le oré al Santísimo por mi vida. Apenas pude ver por la ventana manchas verdes y otras marrones cubiertas por gigantescas sombras formadas por las nubes. Después de media hora de tortura aérea llegué sano y salvo al aeropuerto de Bluefields.

            Eran alrededor de las cuatro de la tarde y, hacía un calor extraño que nunca antes había sentido y empezaba a sofocarme. Salí del pequeño aeropuerto y varios taxistas en la calle me hacían señas de lejos. Me acerqué a uno y le pregunté en cuánto me llevaba al Hotel Mariana –hotel que me recomendaron-. El taxista respondió que por diez pesos me llevaba a cualquier parte. Me monté al taxi de inmediato, y me quedé pensando en la tarifa de los diez pesos. En Managua me cobrarían alrededor de sesenta y eso que regateado el precio. Al llegar al hotel, extendí el billete de diez pesos al taxista, me bajé y fui a registrarme. Tenía mucho sueño, y lo único que deseaba era descansar al menos unas horas y luego salir a respirar el ambiente. La muchacha de recepción me entregó las llaves de la habitación número seis. Subí unas escaleras de madera que me llevaron hasta una puerta de color naranja. Abrí la puerta y puse mi maleta a un lado para lanzarme a la cama.

Recordé que debía llamar a Valentina para comunicarle que había llegado bien. Tomé el celular, hice la llamada, y esperé algunos segundos hasta que respondió. Le dije que el vuelo había sido una m****a debido a la avioneta y el pendejo del piloto que supuse le gustaba hacernos brincar del miedo. Agregué que saldría a cenar y luego a respirar la ciudad de Lizandro. Y, colgué. Como solo iba a cenar y merodear las calles cercanas al hotel, dejé guardadas mis herramientas (la Canon y la grabadora) de trabajo debajo de la cama por seguridad.

            Cuando por fin estaba listo, salí del hotel y empecé a caminar como si fuera un lugareño. Kapuscinski dice que un periodista debe camuflarse, en mi caso era algo difícil. La mayoría de las personas en Bluefields son morenos, un tono más oscuro a mi piel mestiza. Así que se notaba a lo lejos que era un turista o como dicen: una cucaracha blanca. Seguí caminando, eran las cinco de la tarde, todavía había sol, y el clima era insoportable. El sudor me corría por el cuello y la espalda. Me derretía. Seguí unas cuantas cuadras más hasta llegar a un bar que tiraba la pinta de prostíbulo. Tenía sed y hambre, se me ocurrió que tal vez ahí tenían algo de cena, por lo menos gallopinto con tajadas y queso.

            Así que entré, vi el billar al centro del bar, no había nadie, a excepción de un muchacho en la barra alumbrado por una lámpara en el techo. Me acerqué a la barra y le pregunté al muchacho si tenía algo de comer. Solo cervezas, contestó. Tomar una cerveza con el estómago vacío me haría pedazos, pero me aliviaría la sed. También hay maní, agregó el muchacho. Y, trajo una bolsa de maní de esas que valen cinco pesos. No tenía alternativa, el bar de por si estaba a unas cuadras del hotel y arriesgarme a buscar otro lugar me daba mala espina. Así que acepté la bolsa de maní y una cerveza. El muchacho empezó a preguntarme si era policía. Le contesté que sí, pero estaba fuera de turno, y solo quería relajarme. El muchacho bajó la cabeza y caminó hacia una puerta donde parecía estar la cocina.

            Mientras tomaba el último trago de la segunda cerveza, aparecieron de la puerta el muchacho con otros dos tipos. Uno me apuntó con una escopeta y otro alzó un machete. Parecían furiosos y, caminaron hasta acercarse tanto que me pusieron la escopeta en el pecho. Estaba perplejo por aquella escena, que solo se me ocurrió gritar: ¡soy periodista! El muchacho que atendía la barra preguntó por qué había dicho que era policía. Era… era una broma, contesté.

Uno de ellos empezó a revisarme la camisa y el pantalón. Solo encontró mi cartera con mi cédula, dos billetes de cien pesos y las llaves del hotel. “Gerardo Valdemar”, dijo al leer el nombre de mi cédula. ¿Ya me puedo ir? le dije al muchacho de la barra. El otro bajó la escopeta y me preguntó para qué había venido a Bluefields. Tuve que contarle la verdad. Y, después de hablarle con voz nerviosa sobre Lizandro, se calmaron, y guardaron las armas. Nunca pensé que eso ocurriría si decía que era policía, como uno acostumbra en Managua para asustar a la gente en forma de broma. Pagué las cervezas y el maní. Y, salí del bar tenebroso. El susto todavía lo llevaba en la garganta, y cuando ya había caminado unas cuantas cuadras, empecé a correr con dirección al hotel, corrí como nunca antes, y llegué a la puerta principal, tomé las llaves, subí las escaleras y de inmediato llamé por teléfono a Valentina y le conté todo lo sucedido. Estaba cagado del miedo. Por un momento pensé me iban a matar por m****a. Busqué mi grabadora y registré lo que me sucedió: “Unos tipos de un bar creían que era policía y me iban a matar, seguro es un expendio de drogas o alguna m****a así, quien sabe qué tenían tramado”. Apagué la grabadora, y seguí atormentado por aquella escena, y después empecé a reírme porque de verdad me estaba cagando del miedo.

            Después de pasar pensando en la fija imagen de una escopeta apuntándome al pecho, y que probablemente moriría al instante, se me ocurrió que al día siguiente iría de nuevo a visitar ese bar para confirmar que se trata de un expendio de drogas. Me vi tendido en el suelo de aquel bar ensangrentado y expulsando un hilito de sangre por mi boca.

            Cuando por fin me tranquilicé, me encerré en el baño para fumar un cigarro, lo disfruté mientras hacía muecas en el espejo, practicaba mis risas y conversaba conmigo mismo. Fumé otro cigarro, la ansiedad me invadió y solté varias bocanadas de humo. Sentí el placer del sabor de la nicotina en mis labios, y continué con un tercer cigarro.

            El sueño empezó a dominarme, cuando salí del cuarto escuché que alguien tocaba a la puerta. Fueron tres lentos golpes. No había forma de cómo darme cuenta de quién se trataba. Así que alcé la voz: ¿Quién es? Y una voz familiar respondió: Lizandro. Olvidé la contraseña que Armando y yo habíamos acordado para nuestro encuentro en Bluefields. Recuperé la memoria, y abrí la puerta. Entonces hermano, ¿te gusta el hotel? Yo estoy en mi casa con mi familia, dijo. No sabía cómo explicarle lo que me había sucedido horas antes, se lo expliqué y me dijo que era un animal. Que cómo se me había ocurrido decir que era un policía dentro de un expendio de drogas de Bluefields. Me preguntó si continuaba con hambre, y como era cierto, le dije que me desvanecía. Así que fuimos a su casa, y ahí cené gallo pinto con sabor a aceite de coco, tajadas, queso y un trozo de carne asada. Fue el momento más sabroso del día. La carne en término medio, y la ensalada de repollo con chile, sí, todo estaba a la perfección. Mañana te llevo al Colegio Cristóbal Colón, ahí se graduó Lizandro, tal vez te inspiras y recopilas buena información, dijo Armando. Armando era corresponsal de Bluefields para La Prensa y, le encargaron guiarme a través de la ciudad.

            Después de la cena fumamos un par de cigarros, y luego Armando me acompañó al hotel para asegurarse que no me pasara nada. Y ahí fue cuando caí muerto de sueño. Me invadió la pesadilla del bar tenebroso que había visitado tempano. Esta vez me enfrenté a los hombres, y como todo un héroe de comics americanos, me salieron músculos y fuerza inagotable para dominarlos. Les quité la escopeta, la hice tucos y el machete lo lancé como dardo a un tablero. Entre espasmos y baba, desperté a eso de las tres de la madrugada.

            Despertar a las tres de la mañana era algo que me hacía pensar en mi realidad, es cierto, era un periodista, pero pensaba si podía hacer algo más que un cronista. Tal vez dedicarme a leer como en un monasterio. Ser periodista es una manera de explicar la realidad con palabras, pero pensar y leer es un lenguaje inefable, es una manera de vivir, un estilo de vida que garantiza una plenitud y paz que todos necesitamos. Quería seguir leyendo, quería explorar el mundo de la literatura, porque eso era lo que más me importaba, sin embargo, debía trabajar, aunque mi trabajo era estable, tal vez viajar a otro país y ser corresponsal de guerra, y escribir para el Times.

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