Simón dijo con calma: —Es hora de enviar un fabuloso regalo, sigamos el plan.
—Entendido, jefe. Seguro que pagarán por todo esto—respondió Daniela lentamente.
Simón sonrió levemente y añadió: —Descansa temprano, no tienes que preocuparte por mí mañana, iré por mi cuenta.
—Dalo por hecho, jefe.
Simón se levantó y regresó a su habitación. Daniela lo observó alejarse y suspiró silenciosamente. Si ella hubiera experimentado tal injusticia y humillación, seguramente, habría buscado una venganza más despiadada y brutal. Para ella, Simón era demasiado indulgente. Sin embargo, ella misma no era para nada compasiva cuando se trataba de tratar a los enemigos; nunca se mostraba misericordiosa.
Al día siguiente, a eso de las diez, Simón abrió los ojos, salió de la casa, se dirigió en coche a la isla de vacaciones. Hoy era el gran día de poner fin a todo.
Mientras tanto, un coche todoterreno con una placa militar llegó a la puerta de la mansión número uno. Un hombre de mediana edad y de alta estatu