La cabaña se levanta en medio del bosque como un secreto maldito. El aire está espeso, el cielo encapotado, y cada rama que cruje bajo los pies parece advertir que no hay retorno posible.
Cristóbal maneja en silencio, con las manos apretadas al volante. La tensión se acumula en sus hombros, en su mandíbula, en su pecho que apenas puede respirar. Úrsula va a su lado, pero ya no dice nada. La expresión en su rostro es de acero templado. Fría. Decidida.
Cuando llegan, bajan sin decir palabra. Úrsula avanza primero. Él la sigue. La puerta de la cabaña se abre con un quejido largo y oxidado, como si el mismo lugar supiera lo que está a punto de ocurrir.
Dentro, todo huele a encierro, a polvo, a miedo seco. Cristóbal observa el interior con cautela y algo en sus entrañas comienza a revolverse. Úrsula se detiene justo antes de llegar a la puerta del fondo. La que guarda el secreto, la que huele a verdad.
Se gira. Lo mira directo a los ojos. –Ella está ahí. –dice, con la voz baja pero fir