Los días siguientes se arrastraron como una neblina gris y monótona. Mi apartamento se había convertido simultáneamente en mi refugio y mi prisión, un espacio donde podía procesar mis sentimientos confusos sin tener que fingir que estaba bien para el mundo exterior.
Nate mandaba mensajes regularmente. No eran mensajes desesperados o sofocantes: había encontrado un equilibrio delicado entre hacerse presente y darme el espacio que claramente necesitaba. A veces eran solo "Buenos días", otras veces preguntaba cómo estaba, ocasionalmente compartía algo pequeño sobre su día. Nunca presionaba por respuestas, nunca rogaba para que conversáramos, nunca intentaba hacerme sentir culpable por mi silencio.
Yo leía todos, pero no respondía ninguno.
Sus llamadas seguían el mismo patrón. El teléfono sonaba, veía su nombre en la pantalla, y simple