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Mientras endulzaba con azúcar la segunda taza de café en lo que iba de la mañana, Diana se preguntó si su suerte sería como la de Marcela Peralta o como la de la rubia Fernández.
Quedó de verse a las nueve en punto con Cardozo, en esa cafetería que daba frente a la estación de tren desde inicios de los ochentas. Eran apenas las ocho y cuarto, así que tenía tiempo para pensar.
¿Realmente quiero la suerte de Marcela?, preguntó para sí, comparando pros y contras.
En el primer rubro aparecía una chica que con solo diecisiete años conoció de amor verdadero en un Estado acostumbrado a censurar tal privilegio.
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