Dos días después
Albany
Kelly
Darle la razón a un maldito imbécil es como ponerte una bala en las sienes. No porque tenga la verdad —que a veces la tiene, el cabrón—, sino porque apenas asientas, apenas cedas un centímetro, ya estás acabada. Le das el arma y el permiso para usarla. Le entregas el control en bandeja de plata, como una idiota enamorada. Y lo peor es que ni siquiera necesita gritar, ni amenazar, ni rogar. Basta con que tú te quiebres un poco. Basta con que parpadees más lento, o con que bajes la mirada medio segundo, y él ya lo sabe. Ya ganó.
No se trata de orgullo. No se trata de tener la razón. Es guerra, y en la guerra no hay lugar para diplomacia emocional. Se trata de no caer en su juego. De no dejarle ver que lograste entenderlo, porque eso lo haría sentirse Dios. Y un hombre que se siente Dios es más peligroso que un enemigo con el cuchillo en la garganta.
Así que no. No se cede. No importa si su argumento tiene lógica. Si te lanza verdades como bombas disfrazadas