Me quedé acurrucada en la cama, con la cara hundida en la almohada, empapándola con lágrimas que me odiaba derramar. Sabía lo que hacía. Sabía que era infantil. Pero me dolía el pecho por la sensación de decepcionar a mi madre.
La puerta del dormitorio se abrió y no me moví. No necesitaba mirar para saber que era él.
Entonces el colchón se hundió y de repente sentí su calor al extenderse a mi lado. No me tocó. No hacía falta.
—Sabrina… —dijo en voz baja. Su voz era suave—. Cariño, mírame. Por favor.
No me moví. La terquedad me mantuvo acurrucada.
Suspiró y se acercó más. «Lo siento», susurró. «Siento haberte hecho sentir incómoda. Siento que estés triste. No era mi intención, la de ninguno de ellos».
Una lágrima resbaló por mi sien hasta mi cabello. Apreté la manta con fuerza.
«Pero que estés molesta no cambia el hecho de que me faltaste al respeto abajo», continuó en voz baja. «Gritándome en mi propia casa… delante de Ace y de todo el personal que estaba allí».
Me estremecí. Sabía qu