Pasé el resto del día dando vueltas por mi habitación, sintiendo que las paredes se cerraban cada vez más con cada minuto que pasaba. No podía concentrarme en nada más que en el rostro de mi madre. La decepción, la desesperación y la angustia de tener que dejarla en Oregón. Todavía me dolía el pecho por el abrazo que nunca me dio. Cada vez que parpadeaba, veía cómo se había dado la vuelta.
Parecía que mi madre tenía razón. Por mucho que todos dijeran que se preocupaba por mí, sentía que solo le importaba cuando le convenía. Controlaba quién entraba en mi vida, y ahora decidía quién podía quedarse.
Odiaba la impotencia que eso me hacía sentir.
El sol ya empezaba a ponerse cuando salí de mi habitación. Caminé por el pasillo hasta la sala, donde Ace estaba sentado en el sofá, mirando su teléfono. En cuanto me vio, se levantó, preocupado.
—¿Estás bien? —preguntó en voz baja.
Asentí. —Solo estoy cansada… he estado pensando demasiado.
No insistió. En cambio, me recordó amablemente la cena,