— No entiendo por qué has cortado tantas rosas —preguntó el mayor al entrar con aquel cargamento a la casa—. Deben ser más de veinte.
— Es que los floreros se ven tristes sin flores —respondió en una sonrisa poniéndolos sobre la mesa, dejándole espacio a las rosas—. Y sabes que me encanta tener flores por toda la casa.
— Sí, sí. Lo sé —se sentó en una de las sillas, viendo atento el cómo cortaba los tallos y las acomodaba delicadamente en aquellos cuatro enormes jarrones—. Si no tienes cuidado, un día de éstos las espinas volverán a hacerte daño.
Vlad sonrió ampliamente, negando.
— Las rosas ya no me volverán a herir.
— ¿Cómo estás tan seguro?
— Sólo hieren a los que no saben escucharlas. Ellas saben de quién defenderse