29. IVÁN FELIPE: PUNZADA DE CELOS
—Disculpa, hijo —dice la tía Leticia al entrar en mi despacho, con el ceño fruncido y las manos apretadas sobre el borde de su chal—, ¿has visto a Rebeca?
—No, tía. ¿Por qué? —pregunto, sintiendo cómo un atisbo de inquietud se instala en mi pecho.
—Dijo que necesitaba tiempo a solas, así que salió a caminar, pero ya hace mucho rato. Debería haber vuelto —su mirada, cargada de preocupación, busca consuelo en la mía.
Me levanto de inmediato, dejando de lado los papeles que tenía frente a mí. Me acerco a ella con calma, intentando disipar su angustia.
— ¿Hace cuánto salió? —pregunto, colocando una mano reconfortante en su hombro.
—Unas dos horas. Rebeca no es de las que se demoran tanto, siempre es muy considerada con mis nervios —su voz tiembla ligeramente, pero su postura se mantiene erguida.
—Estoy seguro de que está bien —le digo, intentando sonar más convencido de lo que realmente me siento—. Esta hacienda es segura. Iré a buscarla. Seguro que solo se le pasó el tiempo admirando el