En una sala de interrogatorios iluminada solo por el brillo opaco de un foco colgante, Dalton se inclinó sobre la mesa de madera desgastada, extendiendo un mapa arrugado. Sus manos temblaban, ya sea por la cafeína ingerida en exceso o por la presión de los secretos que estaba a punto de compartir.
Al otro lado de la mesa, Alfa, un hombre envuelto en la penumbra que nunca abandonaba del todo su rostro, miraba en silencio. Sus ojos eran pozos insondables que parecían leer más allá de las palabras de Dalton, como si cada frase fuera un rompecabezas en una dimensión invisible. Dalton lo sabía. Era consciente de que un error, una inconsistencia, podría cambiar la atmósfera de aquella sala en un instante.
—Aquí está —Dijo Dalton, señalando una marca roja en el mapa. —Este almacén en Sevilla era el epicentro de sus operaciones financieras. Todas las ganancias del tráfico de armas y la trata de personas pasaban primero por ahí antes de desaparecer en una red de cuentas en paraísos fiscales