Capítulo 61. El enfrentamiento final. El olor de la oscuridad se adelantó a su presencia. Era un hedor espeso, una mezcla de carne podrida y humo quemado que se metía por la nariz y se quedaba pegado en la garganta. No necesité verla para saber que estaba cerca. Cada fibra de mi cuerpo lo gritaba: Vivienne estaba allí, esperándome. Mis pasos eran firmes, aunque por dentro sintiera temblar cada parte de mi ser. No había espacio para las dudas, no después de lo que había hecho con Ian, no después de haber convertido su muerte en un trofeo. Mi promesa de vengarlo era lo único que mantenía a raya el dolor. Si moría, moriría cumpliendo con mi juramento. Cuando crucé el último claro, la vi. De pie en medio de las ruinas de lo que alguna vez fue una aldea, rodeada de restos quemados y tierra ennegrecida. Estaba tranquila, demasiado tranquila, como si supiera que todo el camino me había conducido directo a ella. —Así que viniste —dijo con esa sonrisa que me revolvía el estómago—. No podía

Capítulo 63. Dulce victoria. El silencio después de la batalla era extraño. Todo estaba demasiado quieto, demasiado vacío. Apenas podía mantenerme de pie, me costaba hasta respirar y tenía la sensación de que mi cuerpo se estaba deshaciendo en pedazos. La oscuridad todavía latía dentro de mí, como si no quisiera soltarme, como si me recordara que ahora me pertenecía y que ya no había marcha atrás. Me tambaleé, apoyando una mano en el suelo ennegrecido por las sombras. Sentía el sabor metálico de la sangre en la boca, mis músculos ardían y mis costillas dolían con cada una de mis respiraciones. Me dije a mí misma que debía levantarme, que no podía quedarme allí tirada esperando a que la muerte viniera a reclamarme. Entonces lo vi, Alaric apareció entre las ruinas. Me estaba buscando, sus ojos estaban cargados de angustia. Cuando nuestros ojos se encontraron, sentí que si moría al menos no lo haría sola. —¡Aylin! —corrió hacia mí. No tuve fuerzas para responder. Apenas un jadeo s

Capítulo 65. El pacto oscuro. Narrador omnisciente: La noche se cernía sobre la manada Luna Silenciosa. Las antorchas que marcaban el límite del territorio apenas iluminaban los contornos de los árboles, y en lo profundo del bosque, donde la luz no alcanzaba, se alzaba un círculo de piedras antiguas. Allí lo esperaba un hombre de túnica oscura, con el rostro cubierto por una capucha. El Alfa de Luna Silenciosa, llegó solo. Sus pasos eran firmes, aunque en el fondo de su pecho lo consumía la rabia. No aceptaba, no podía aceptar, que su hijo —el futuro líder de la manada— hubiese ligado su destino a una muchacha como Aylin, una mujer sin linaje y que ya lo había estropeado todo con Vivienne se quedara con su hijo y manchara su lijane. —¿Estás dispuesto a pagar el precio? —preguntó el brujo con una voz grave que parecía surgir de las entrañas de la tierra. El Alfa lo miró sin titubeos. —Lo estoy. Borrarás a esa muchacha de la memoria de mi hijo. Harás que no quede rastro de ella

Capítulo 67. Una nueva oportunidad. En el hospital siempre hay el mismo olor a desinfectante barato, a café recalentado y a sudor. Ya apenas si lo noto. Forma parte de mi vida, como las mochilas de los niños tiradas en la entrada o las peleas por el cepillo de dientes. Entro por urgencias, saludo al guardia medio dormido y me pongo la bata blanca. Miro la lista de pacientes y respiro hondo. Va a ser un día largo. —Buenos días, Aylin —escucho detrás de mí. Me giro y ahí está Martín. Él siempre aparece de la forma más natural posible, como si el no se cansara nunca. Lo conozco desde la facultad y, aunque nunca lo busqué, terminó siendo parte de mi rutina. Martín es de esos amigos que siempre están sonriendo y que además tienen una paciencia infinita. —Hola, Martín —respondo mientras me ajusto la bata—. ¿Preparado para sobrevivir a otro turno eterno? —Contigo hasta lo eterno se aguanta —contesta, medio en broma, medio en serio. Finjo que no lo escuchó del todo y sigo

Capítulo 69. En el lecho de muerte.Pov Alaric:He enfrentado batallas cuerpo a cuerpo, he visto la sangre correr entre mis manos y he tenido la muerte soplándome en la nuca más veces de las que puedo contar. Pero nada, absolutamente nada, se compara al peso que sentí esa mañana cuando Héctor llegó a la zona de entrenamiento con el rostro blanco y me dijo que mi madre me llamaba.No era una simple llamada. Todos lo sabían. Su cuerpo llevaba semanas apagándose y yo, en mi arrogancia, había decidido creer que aguantaría. Que la mujer que había sido capaz de desafiar a mi padre sin titubear, la que me enseñó a no bajar nunca la cabeza, también vencería a la enfermedad.Pero en el fondo lo sabía: esta vez no había batalla que ella pudiera ganar.Caminé hacia sus aposentos con el pecho endurecido, como si me lo hubieran forrado de hierro. Héctor intentó decirme algo, pero lo callé con un gesto seco. No necesitaba palabras de consuelo. Ya no era un niño y necesitaba verla.Al entrar, la hab