Los tres jóvenes estaban en el jardín, sentados sobre el césped húmedo, rodeados de faroles pequeños que iluminaban la noche con una luz cálida. El aire fresco traía consigo el aroma de las flores recién abiertas y el murmullo de los grillos parecía acompañar la tensión que había en el ambiente.Enzo, de rostro serio y mirada intensa, mantenía los puños cerrados apoyados en las rodillas. Paolo, con ese aire más reservado, jugaba con una ramita entre los dedos como si buscara calmar la ansiedad. Emiliano, aún con una inocencia que se resistía a perder, observaba las estrellas y susurraba preguntas que nadie se atrevía a responder.—¿Crees que hoy nos lo diga? —preguntó el más pequeño, sus ojos brillando con esa mezcla de curiosidad y miedo.—Debe hacerlo. No podemos seguir viviendo en la oscuridad. Ya somos grandes, tenemos derecho a saber. —respondió EnzoPaolo levantó la vista y miró a sus hermanos, luego hacia la puerta de la casa, como si esperara ver aparecer en cualquier momento
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